García Luna, antes y después

Rafael Cardona

Una mañana me llamó mi querido amigo Fernando. Como ya pasó a mejor vida omitiré su apellido.

–¿Quieres ir a una visita al centro de mando de la Secretaría de Seguridad? Nos invita García Luna. Van a ir varios compañeros.

Acudí a la cita en un enorme conjunto en la avenida de los Constituyentes, muy cerca del Club Deportivo del (extinto) Estado Mayor Presidencial, el otro tiempo sede de la Secretaría de Asentamientos Humanos y Obras Públicas, en los lejanos tiempos del gobierno de José López Portillo.

Senderos arbolados, puertas de cristal. Un ambiente como el de Langley, la arquitectura al servicio de la buena imagen. Todos los caminos conducen al edificio del fondo. Blanco, imponente en sus cuatro pisos de altura.

Una ejecutiva de Relaciones Públicas –falda ajustada, medias de humo, blusa reveladora, enhiestas pestañas postizas, rojas y larguísimas uñas de acrílico, maquillaje de mate suave –, sonríe profesionalmente.

–Hola, ¿no se acuerda de mí?, nos conocimos en La Habana.

Jamás supe si se refería al café de Bucareli o a la capital de Cuba.

–Si, claro. Muchas gracias.

A la mitad de un limpio corredor interno dos policías custodian la puerta. Es una sala de juntas con proyectores, pantallas y una mesa para veinte personas. Por los ventanales los árboles se mueven con la suave brisa. No hay ruido. El edificio es silencioso, neutro, estéril, se podría decir.

En la mesa ya están algunos de mis compañeros de muchos años. Algunos saludan al ingeniero con gran confianza. Otros se lucen en el tuteo bromista. Hay uno, chaparrito de bigote cuya especialidad es hacer malos chistes. Nadie se los celebra.

El ingeniero ha llegado con su brazo derecho, Cárdenas Palomino quien guarda una distante compostura para no opacar a su jefe. Sólo asiente cuando habla Genaro. Tiene toda la actitud del hombre falso.

García Luna desespera con sus explicaciones. Cifras por aquí, cifras por allá. La memoria solo rescató dos cosas notables. Una, conceptual: hay que quitarle al Ministerio Público el monopolio de la investigación criminal.

Y la otra, intolerable: su intratable tartamudez, su incapacidad de ligar tres frases seguidas sin tropezarse. Circula como un automóvil con las llantas ponchadas.

Y cuando quiere recalcar algo, repite una y otra vez, “Ojo, ¿eh?, Ojo…”

La visita continúa por el centro de comando. Un enorme galerón sin ventanas habitado por gigantescas pantallas luminosas, con un mapamundi en cuyas líneas se exhiben órbitas, rutas de vuelo, circulación área de aviones sobre él Mar Caribe. La modernidad al servicio de la inspección celestial.

–Aquí se puede ver si un avión vuela desde Colombia a los Estados Unidos, por ejemplo.

–¿Y qué se hace con esa información?

–Se les avisa a los Estados Unidos.

–¿Entonces se trabaja para ellos?

–“No, se trabaja en colaboración, ¿eh?, ojo”.

Pasaron los años, antes de un nuevo encuentro. Ocurrió en la televisión. García Luna había acudido a presentar un libro suyo sobre seguridad con bienestar. Había inventado un índice de datos cruzados. Índice GLAS.

“Un nuevo modelo integral de seguridad” en cuyas (125) lujosas páginas de papel cuché de 150 gramos, se despliega una rimbombante cadena de lugares comunes sobre la seguridad y el delito.

Antes de eso sólo había visto a García Luna en la cafetería Deli del hotel María Isabel. Lo vi salir de la embajada de los Estados Unidos.

Hoy lo veo envejecido en la televisión. Los testimonios, reales, exagerados, imaginarios o como sean de los testigos en busca de protección lo han hundido. Su caso es un anillo en el dedo de la Cuarta Transformación y sólo veo una celda de alta seguridad en su futuro.

–¿Por qué los estadunidenses le retiraron su protección? ¿A quien traicionó?

Esas son preguntas cuya respuesta permanecerá en la oscuridad; como en la sombra absoluta estaban los motivos de su protección binacional.

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