García Luna: un relato sin atributos

Ricardo Raphael

César de Castro es un elocuente abogado que hizo lo mejor que pudo a favor de su cliente, Genaro García Luna. Sin embargo, su estrategia de defensa desnuda la complicación que enfrentó a la hora de construir un relato sobre la inocencia del personaje.

Los testigos que no presentó, las explicaciones que no proporcionó, la evidencia que no pudo poner ante los ojos del jurado, podrían terminar condenando a su cliente.

Los reflectores del juicio que se sigue en Brooklyn contra ese exfuncionario están puestos, como debe ser, sobre los argumentos de la parte acusadora.

Esto es lo obvio del juicio: si la fiscal Saritha Komatireddy no logra convencer, “más allá de toda duda razonable”, que García Luna conspiró para traficar drogas en el estado de Nueva York, el imputado saldrá libre.

Las personas que integran el jurado no son teóricas del derecho y por más que el juez les haya explicado lo que quiere decir la fórmula “más allá de toda duda razonable”, su decisión terminará basándose en lo que su sentido común indique a propósito del relato más verosímil.

El jurado, como cualquier jurado integrado por gente que no es abogada, pondrá en la balanza dos relatos, uno que narra la inocencia y otro la culpabilidad del acusado. Si bien el de la culpabilidad puede tener deficiencias, el relato de la inocencia salió peor librado durante las audiencias.

Esto no quiere decir que las pruebas presentadas en el juicio importen menos, sino que lo relevante es la conexión entre esas pruebas. En efecto, la clave está en el hilo que relaciona (o no) a la evidencia.

Mientras De Castro eligió como estrategia desvirtuar esa evidencia, la fiscal Komatireddy hizo énfasis en la coherencia de las conexiones entre las pruebas exhibidas.

¿Por qué De Castro renunció a proporcionar, de su lado, testimonios o elementos materiales para hacer que el relato de la inocencia prevaleciera?

La defensa de García Luna subió al estrado a una sola persona como testigo, Cristina Pereyra, la esposa del imputado. ¿Por qué no llamó a declarar a nadie más? Pudo, por ejemplo, haber propuesto a Mike Vigil, quien fuera durante muchos años el responsable de la Administración de Control de Drogas de Estados Unidos (DEA) para América Latina.

Fuera de los tribunales, Vigil ha defendido la honorabilidad de García Luna y sin embargo no pudo o no quiso hacerlo dentro de la sala del juez Brian Cogan. La defensa afirmó durante el juicio que, en su época como servidor público, García Luna gozó del respeto de distintos políticos y funcionarios estadunidenses. Textualmente anunció a “un fiscal, al director de la DEA, al de Seguridad Nacional, al del Departamento de Estado (y) congresistas”.

Para probar su afirmación el abogado mostró fotografías, pero fue incapaz de convencer a alguna de esas personas para que hablaran bien de su defendido dentro de la sala.

Tampoco logró que excolaboradores, exjefes o periodistas amigos (tiene varios que lo defendieron ciegamente en México durante estas últimas semanas) participaran en el proceso. Un par de esos testimonios habrían ayudado para apuntalar el relato de la inocencia.

Sobre todo, hay un elefante blanco que no pudo ser derribado: el patrimonio inexplicable de García Luna. ¿Cómo hizo este exfuncionario mexicano para comprarse una mansión de más de 3 millones de dólares en el exclusivo fraccionamiento de Golden Beach, Florida? ¿Cómo pudo permitirse la colección de automóviles caros y un yate cuyo valor superaría los 700 mil dólares?

Tal patrimonio podría ser considerado evidencia circunstancial y finalmente ser desestimado por el jurado, pero de haber contado con elementos –distintos al relato ingenuo aportado por la señora ­Pereyra–, para explicar la súbita riqueza de su cliente, con seguridad De Castro los habría ostentado.

El abogado consideró subir a García Luna para que testificara, pero al final se echó para atrás. Como buen profesional, sabía que la única razón para pedir que el inculpado testificara era si con ello hubiese podido revertirse el relato narrado en su contra.

Intentó De Castro acotar el cuestionario de la fiscalía para que el equipo de Komatireddy no interrogara a su cliente sobre el origen de su fortuna, particularmente sobre los millonarios ingresos obtenidos, supuestamente, después de que se mudó a vivir a Estados Unidos. No obstante, el juez Cogan le impidió jugar ese juego: si García Luna testificaba, no iba a consentir restricciones injustificadas.

Quedó flotando como interrogante esta extraña petición de la defensa. Si obtuvo su fortuna honestamente, García Luna habría hablado, como lo hizo su esposa. Probablemente temió la defensa la aparición, en el estrado, de un hombre corrupto, lo cual habría robustecido peor el relato de la culpabilidad.

Con todas esas puertas cerradas, De Castro decidió centrarse en desvirtuar el caudal probatorio de la parte acusadora. La fiscal Komatireddy enderezó 26 testimonios, la mitad de ellos difíciles de desestimar: 10 exfuncionarios de Estados Unidos, un exembajador en México (Anthony Wayne) y dos exfuncionarios mexicanos.

Llama la atención que en su discurso final De Casto no haya dicho una sola palabra sobre estas personas. Se dedicó en cambio en destruir la credibilidad de los otros 13 testigos, cuya trayectoria criminal fue utilizada para persuadir al jurado de no escucharlos. Estos testimonios, dijo, pertenecen “posiblemente a los peores criminales que el mundo haya visto”. Erin Reid replicó desde la fiscalía: “Nosotros no hemos elegido a los testigos, García Luna los eligió para hacer negocio con ellos”.

De Castro insistió con que las testificales estaban viciadas porque detrás había intereses mezquinos, como la obtención de una visa o la reducción de una pena. En esto último podría tener razón, si no fuese por el gran número de voces coreando en un mismo sentido a favor de la culpabilidad.

“Son sólo palabras”, reclamó la defensa. Pero en el caso de la fiscalía no fueron únicamente palabras de abogado. La estrategia de De Castro no fue mejor porque no podía serlo. Apostó a destruir los argumentos de la fiscalía porque no tenía con qué construir los propios.

Luchó por demostrar que las pruebas en contra del mexicano eran imperfectas, pero no pudo perfeccionar las propias. En el balance, el relato de la inocencia sucumbió ante el de la culpabilidad. Esto no quiere decir que vaya a condenarse a García Luna, “más allá de toda duda razonable”, pero se está muy cerca de esa posibilidad. 

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