El hombre-proyecto
Agustín Basave
La política es el arte de obtener, ejercer y conservar el poder. Todo político, pues, aspira a ser poderoso, y sueña con serlo sin acotamientos. Esto aplica también a los que contienden en un régimen democrático. La diferencia entre un demócrata y un autócrata no es la renuncia voluntaria a maximizar el poder –ni uno ni otro deja de anhelar poseerlo a plenitud–, sino la convicción de que esa maximización es deseable para él pero inconveniente para la sociedad.
Quien construye una autocracia cree que los equilibrios democráticos son valladares innecesarios, obstáculos perjudiciales para el bien común, ese que sólo bajo su mando único y en la medida en que lo dejen actuar sin cortapisas se puede conseguir. Él es omnisciente y merece ser omnipotente; si le ayudan a serlo, les entregará a cambio el paraíso terrenal. Atención: es la persona y no la ideología lo que amerita la remoción de límites al poderoso.
El presidente López Obrador es un diáfano caso del aspirante a autócrata. Sus seguidores suelen esgrimir como refutación a ese aserto que no ha usado el poder que tiene para desaparecer, encarcelar o desemplear a ninguno de sus enemigos, como se hacía antes. Repiten la conseja de las mañaneras de que AMLO es el presidente más criticado desde Madero y que no coarta la libertad de expresión pese a ser víctima de injurias y difamaciones sin precedentes. Yo tendría mucho que decir en torno a sus tácticas para disuadir a sus críticos, pero lo dejo para otra ocasión; en este artículo me interesa demostrar que se trata de un hombre profundamente autoritario que cumple con las condiciones que señalo en el párrafo anterior.
AMLO se asume a sí mismo como la transformación encarnada, por más que hable de la 4T. Él es la 4T. Cuando se queja de excolaboradores que renunciaron o de los ministros de la Suprema Corte de Justicia que él nombró y “le fallaron” dice que su gesta exige personas que “no se cansen”, que no claudiquen en su lucha ideológica. Pero la ideología a la que se refiere no está cabalmente plasmada en ningún texto, ni siquiera en sus propios libros: es la doctrina que emana, zigzagueante, de su pecho que no es bodega sino fuente de contradicciones. Jaime Cárdenas o Gerardo Esquivel, por ejemplo, se fueron movidos por la fidelidad a los postulados de honestidad y responsabilidad que el propio AMLO ha proclamado, y Juan Luis González Alcántara y Margarita Ríos Farjat votaron contra la militarización ordenada desde Palacio Nacional por lealtad a su espíritu civilista, ese que el candidato presidencial de Morena defendió mil veces… antes de llegar a la Presidencia. La congruencia vino de ellos, no de él.
Y es que, diga lo que diga, AMLO no demanda sujeción a principios “liberales” sino obediencia a su persona. Servidores públicos, legisladores y juzgadores le deben sumisión al líder –es decir, a lo que él diga–, y no importa si eso contradice lo que él mismo, el “liberalismo” o la izquierda hayan dicho antes. La palabra es omnisciencia: la sabiduría de AMLO es la única guía; si él cambia de opinión todos, en ese mismo instante, deben cambiar de opinión. Si sus creencias, de por sí eclécticas, se modifican, se redacta una fe de erratas a la declaración de principios de la 4T, como en los tiempos del PRI vigesémico. Eso ha ocurrido en la rendición ante Donald Trump y Estados Unidos, en la aceptabilidad de ciertos personajes, en la impunidad legal y verbal al expresidente intocable y en el papel de las fuerzas armadas, entre otras cosas. La incondicionalidad que AMLO reclama es a su voluntad, cualquiera que sea.
Sus ideólogos se han dado a la ardua tarea de justificar esos virajes. Algunos tienen el valor de rechazarlos, de aclarar que en tal o cual tema no están de acuerdo, pero muchos han llegado a la ignominia de reivindicar al antimexicano Trump o de defender la decisión de no tocar a Peña Nieto y Videgaray ni con el pétalo de una denostación mañanera, o incluso de exaltar la pésima idea de empoderar política y económicamente al Ejército y a la Marina. El revisionismo, tan detestado por el izquierdismo ortodoxo, se ha vuelto faena cotidiana en el obradorismo. Nadie puede perderse las mañaneras: se corre el riesgo de abanderar causas rebasadas. Y no, no es que AMLO sea muy voluble, es que el idealista ha cambiado pragmáticamente su ideario en asuntos bastante delicados y castiga la disidencia. ¿Gajes del oficio del borracho que se vuelve cantinero? Tal vez; el problema es que todos los parroquianos deben morderse la lengua junto con él so pena de ser sacados de la cantina a empellones. Porque el cantinero es el cura, y al borracho que se atreva a discrepar se le excomulgará y, peor aún, se le negará su trago.
El corpus doctrinario de AMLO es un amasijo de ideas de las más disímbolas procedencias. En un oxímoron le llama “humanismo mexicano”, sin reparar en que el humanismo nació en el Renacimiento con afanes universales y nada tiene que ver con sus planteamientos. Pero este no es el punto: él tiene derecho a ser un ornitorrinco ideológico e incluso cambiar de piel. El meollo del asunto es su vocación autocrática, que se demuestra en su exigencia de que cada uno de los suyos lo siga con fe de carbonero no en función de una ideología sino de su voluntarismo y decisiones discrecionales de lo que conviene en cada coyuntura política. La fidelidad y la lealtad son al hombre, no al proyecto. O mejor dicho, el hombre es el proyecto. Y discrepar del hombre-proyecto es, ni más ni menos, traicionar a México.