¿Quién manda en Culiacán?
Ismael Bojórquez
Podemos hacer un rosario de hechos ocurridos impunemente en Culiacán y luego preguntarnos quién manda aquí, quién realmente manda, dónde está la policía preventiva, dónde las estrategias de seguridad; dónde está la policía estatal, también de resguardo del orden público; dónde la Policía de Investigación que no sea poniendo retenes para extorsionar a gente de trabajo mientras saluda de mano a los malandrines; dónde las carpetas que deben abrirse cada vez que células del crimen organizado lanzan ponchallantas en las avenidas o destruyen cámaras de vigilancia; dónde la coordinación con el gobierno federal, específicamente con la Guardia Nacional. Dónde están los asesinos del subdirector de la Policía Municipal, Juan Miguel Silva Alvarado, el “Bóxer”, emboscado horas después de que recibió el nombramiento. Dónde está la fiscalía estatal; dónde la fiscal.
La ciudad sigue siendo muy violenta, aunque los ejercicios comparativos con otras ciudades nos favorezcan. Pero sobre todo llama la atención la beligerancia del crimen organizado, que llega a niveles de burla. Disparar a las cámaras de vigilancia cada vez que les da la gana, es una burla. No ocurre en ningún lugar del país, solo en Culiacán. Y con el cuento de que las aseguradoras las reponen, pues que las destruyan.
La burla aparece también cada vez que un convoy militar –esto ocurre todos los días en todas las zonas de la ciudad—es perseguido por un enjambre de punteros que viajan en motocicletas, radio en mano, atrás de los militares, pegados a ellos, enviando mensajes a sus jefes. No uno, ni dos, ni tres, sino cinco, seis, o más, considerando los que viajan en autos y camionetas, responsables del seguimiento. Si hubiera coordinación entre las policías y el gobierno federal, esto no ocurriría. En una semana podrían llenar una cancha de futbol con motocicletas aseguradas, si se lo propusieran, solo por la razón de que ninguna trae placa de circulación. Pero parece que este asedio a los convoyes militares, por los punteros, son ya parte de la vida cotidiana, vistos con normalidad por la policía y por la gente… y hasta por los mismos militares, que no hacen nada por detenerlos. ¿Por qué el gobierno se hace de la vista gorda en este tema? ¿De qué sirve la Ley? ¿Por complicidad? ¿Quién vigila a quién? ¿En qué ciudades ocurre esto y con esta impunidad?
Aquí es cuando los números son ociosos porque detrás de ellos está esa realidad de todos los días. De hecho, la estadística delictiva la determinan ellos, no las acciones del gobierno. Ellos deciden si matan o no, si secuestran o no, si roban camionetas o no, si cobran piso o no, si instalan maquinitas en las tortillerías o no, si violan muchachas o no… No hay guerra, baja la estadística; pero cuando hay guerra no alcanzan los forenses para recoger los muertos. Eso ya lo vivimos. Si el gobierno quiere presumir esta pax narca, es problema del gobierno, porque ellos allí están, no se han ido ni se irán; este es su territorio y lo defienden del Gobierno y de otros grupos criminales.
La solución de los problemas empieza por su reconocimiento y por la autocrítica. Si el gobierno es complaciente consigo mismo los problemas no se resolverán nunca. ¿Se quieren medir los niveles de impunidad y de control de los grupos criminales sobre nuestro entorno? Véase el caso del subdirector de la policía municipal, asesinado en agosto, el “Boxer”. ¿Qué hizo la fiscalía? Nada, someterse al “sistema”. ¿También en las corporaciones, como en los penales, hay autogobierno? Se dijo, cuando ocurrió el crimen, que alguien le había advertido a Juan Miguel Silva que no lo querían en esa posición, que no aceptara. Pero aceptó y lo mataron. También se dijo que le habían puesto una trampa. Han pasado siete meses y del caso no se sabe nada. Le pregunté a alguien de la fiscalía y solo me dijo, “nada, jefe, se le dio carpetazo”.
¿Carpetazo? La jueza de hierro que conocimos, Sara Bruna Quiñonez, férrea contra la corrupción, archivando casos sin consignarlos ¿convertida en fiscal de paja? (Río Doce/Altares y sótanos).