¡Que Viva México! La cárcel de los estereotipos
Edgardo Bermejo Mora
En 1970 el dueto de comediantes formado por Eduardo Manzano y Enrique Cuenca, mejor conocido como “Los Polivoces”, filmaron la película “¡Ahí madre!”, dirigida por Rafael Baledón y escrita por Roberto Gómez Bolaños (cuyas creaciones televisivas a la postre habrían de convertirse en nuestro mayor producto cultural de exportación: el Chavo y la Chilindrina como estandartes de lo mexicano-cosmopolita-finisecular).
Con más de 80 películas dirigidas, Rafael Baledón es quizá el más prolífico director mexicano de películas de Serie B, es decir, aquellas producciones con fines estrictamente comerciales, de bajo presupuesto y filmadas “al ahí se va”, esa divisa que sancionaba lo mal hecho como ethos nacional, y que precisamente en la década de los setenta y ochenta adquirió para los mexicanos rango identitario: servía lo mismo como guía deontológica para reparar el motor de un coche con plastilina, que para nacionalizar a la banca.
¿Cómo olvidar la cancioncilla de la campaña del gobierno que por esos años llamaba a los mexicanos al rigor responsable y al profesionalismo patriota? “Nada de que ahí se va / Basta de que, a mi qué / Vámonos respetando / Todo hay que hacerlo bien…”.
Campeón -en el mejor sentido de la expresión- del cine oportunista que intentaba trasladar a la “pantalla grande” el éxito obtenido por algunos de los personajes más populares de la “pantalla chica”, Baledón dirigió la trilogía que Los Polivoces heredaron a la historia del cine mexicano. La ya citada “¡Ahí madre!”, “Aviso inoportuno” (1969), e “Hijazo de mi vidaza” (1972). En las tres, el talentoso dueto ponía a la disposición de los guionistas su amplísimo catálogo de personajes bufos para interpretar sketches más o menos hilarantes.
Dos de estos personajes aparecen en una de las secuencias menos afortunadas de la película de 1970: “Don Pasiflorino” (Enrique Cuenca) un anciano de existencia ralentizada cuyo leitmotiv se resumía en la expresión “¿Cuál es la prisa?” y su paciente, abnegado e hiperactivo hijo de voz de pito llamado “Acelerino” (Eduardo Manzano).
Pasiflorino convence al hijo de comenzar una excavación de gran escala en su departamento de vecindad con el propósito -eso entiende Acelerino- de encontrar “el oro”. Tras denodados esfuerzos y sacrificios del hijo, el chiste se resuelve cuando el viejo encuentra en un armario de su casa la jaula “del loro” disecado que andaba buscando. Fin del gag.
No puedo dejar de advertir una coincidencia amarga entre la sonsa escena de “¡Ahí madre!” aquí descrita, y una de las secuencias de la película de Luis Estrada “¡Que viva México! (2022): aquella en la que Pancho Reyes (Alfonso Herrera) y su esposa Mari (Ana de la Reguera) cavan desesperados en el mismo sitio en el que días atrás enterraron una fortuna en lingotes y monedas de oro. Sin poder dar con “el oro”, con nada más que una pala y un pico al cabo de las semanas Pancho Reyes ha logrado cavar hasta desfallecer un foso no menos abismal que absurdo. Ni con la ayuda del pueblo entero logran dar con los anhelados lingotes, que tiempo después serán desenterrados por los malvadísimos representantes de una compañía minera extranjera -que profanó con su planta nuestro suelo- y que al final se habrán de quedar con “el oro” y con “el loro”, para desgracia e infortunio del patrimonio nacional.
En el territorio del desplante inverosímil, gratuito y facilón -que no paródico, que no satírico- con esta escena Luis Estrada le hace el quite a Rafael Baledón. Acaso un remake involuntario del chiste “del loro” que le debemos, a fin de cuentas, a Chespirito.
Como el Borras
Junto con la expresión “al ahí se va” -y esa otra frase publicitaria de la que los mexicanos hacían sorna cuando algo salía mal en los setentas: “lo hecho en México está bien hecho”- una tercera expresión que el español de los mexicanos popularizó por aquellos años fue la de “lanzarse como el Borras”, para referirse al acto de emprender una acción cualquiera de manera atrabancada, temeraria y sin método.
“El Borras” (Guillermo Rivas) era otro personaje exitoso de la televisión mexicana que en vista de su popularidad despertó la ambición taquillera de algún productor de cine B, de tal suerte que la serie que protagonizaba junto con “la Pecas” (Leonorinda Ochoa) fue llevada al cine en una producción de 1971 aún menos afortunada que la trilogía de Los Polivoces -que, debo admitir, de niños a mí y a mi hermana nos hizo reír, y mucho-.
“Los Beverly de Peralvillo” se llamaba tanto la serie de televisión como la película, cuyo nombre proponía un oxímoron humorístico al fusionar un referente de la opulencia y el glamour: Beverly Hills, con su contrario barrial y marginal: Peralvillo. Dirigió la película Fernando Cortés y escribió el guion Mauricio Kleiff, conocido por escribir series famosas de los setenta como “Mi secretaria”, “Hogar dulce hogar” y algunos sketches memorables de Los Polivoces.
El Borras -un ruletero bonachón- debe afrontar con resignación y buen humor la gradual ocupación de su humilde hogar a manos de la runfla mantenida y entrometida de su parentela política, comenzando “por la bruja de su suegra” (¿Hubo acaso un cliché más saturado que los chistes de “suegras” en los setentas?)
Resulta inevitable comparar el plot de la película del 71 con el desenlace de la película de Estrada en el cual el protagonista, Pancho Reyes, ve cumplirse su peor pesadilla: la invasión de su casa a manos de su parentela prángana. Pobres, abusivos, pero “simpáticos”, a los ojos del dueto formado por Estrada y Jaime Samprieto.
La parodia
Preso en la cárcel de los arquetipos, Luis Estrada fue gradualmente reduciendo la efectividad y la profundidad de un estilo paródico que arrancó con audacia en “La Ley de Herodes” (1999), y que para la cuarta entrega de su tetralogía de los horrores nacionales luce manido y exhausto.
Pasó del esperpento apóstata a la caricatura grotesca, de la parodia afilada al pastelazo cachirulezco y chespiritista, de Ibargüengoitia a Chumel Torres, de Valle Inclán a Capulina con un toque de Palillo, del poder corrosivo de la la sátira a la gracejada flatulenta.
Escribió Umberto Eco: “La parodia nunca debe temer a la exageración. Si da en el blanco, no hará otra cosa que pronosticar algo que después otros harán sin reír –y sin sonrojarse- con firme y viril seriedad”. No es el caso. Si Estrada quiso -entre otras cosas- hacer el retrato mordaz de la actualidad política mexicana, esta vez se lanzó como el Borras. Sus personajes no están mejor delineados que Gordolfo Gelatino o el sargento Agallón Mafafa.