Espionaje militar: López Obrador sabe que sí sabe

Ricardo Raphael

Andrés Manuel López Obrador no sabe si Alejandro Encinas fue espiado. Miente. Niega también que la Secretaría de la Defensa Nacional esté detrás del espionaje. Miente otra vez. Afirma que es irrelevante la evidencia que confirmaría la infección del programa Pegasus sobre el dispositivo del subsecretario de Derechos Humanos. Una vez más falta a la verdad.

El análisis del Citizen Lab de la Universidad de Toronto confirmó esta información en marzo de este año. No existe en el mundo una instancia con mejor reputación y rigor a la hora de diagnosticar una infección con esa tecnología desarrollada en Israel.

En cuanto obtuvo la evidencia, Encinas le presentó al presidente López Obrador las pruebas que respaldan la ocurrencia del espionaje. Así que López Obrador sabe y sabía que su subalterno fue espiado.

Además del dictamen del Citizen Lab el presidente está al tanto que, en México, la única dependencia que ha comprado licencias del programa Pegasus es el Estado Mayor de la Defensa Nacional. De acuerdo con la compañía que desarrolló esta herramienta, NSO Group, en México no hay otra dependencia pública ni instancia privada que tenga acceso a Pegasus.

Afirmó el vocero de la Presidencia, Jesús Ramírez, durante la conferencia mañanera del martes pasado, que algún Ejército extranjero podía estar detrás del espionaje a Encinas. Para que esta afirmación tenga pies haría bien Ramírez en aportar alguna prueba similar a las que, en la vida real, obra en manos del presidente.

El dispositivo de Encinas fue infectado por un programa utilizado por el Ejército Mexicano. No es una hipótesis sino un argumento fundado. Si el mandatario dudara de este hecho habría ordenado una investigación, pero dijo que no veía objeto, supuestamente porque el tema no tiene ninguna importancia.

El único argumento razonable para no invertir recursos en una investigación es que ya se cuente con una respuesta. Si fuese cierto que el presidente no sabe, ordenaría un reporte. En sentido inverso, el motivo por el que no investiga es porque sí sabe. 

Con todo, hay reflexiones que debería hacerse el mandatario para reconsiderar su decisión de no investigar. Una infección de Pegasus en un dispositivo concreto es en la realidad una infección sobre la red de vínculos de ese aparato. En el caso de Encinas deben incluirse a todas las personas, dentro y fuera del gobierno, con quienes ha sostenido, al menos una vez, comunicación sobre temas sensibles desde 2019 a la fecha.

Entre esas personas estarían, por ejemplo, el propio presidente y su jefe, el secretario de Gobernación, o Tomás Zerón, sujeto acusado por obstrucción de justicia en el caso Ayotzinapa, o la titular de la Comisión Nacional de Búsqueda, Karla Quintana.

Pero más allá del círculo gubernamental, vía el dispositivo infectado de Encinas, el espionaje seguramente alcanzó a otras víctimas, por ejemplo, sujetos presuntamente protegidos por el mecanismo de protección a periodistas y defensores de derechos humanos o a quienes pertenecen a los colectivos dedicados a la búsqueda de personas.

Al presidente parece no interesarle el alcance de esa infección, pero el amplísimo circuito de individuos afectados por este procedimiento bien haría en estar muy alarmado. La información extraída por Pegasus puede haberse traducido en amenazas presentes o futuras, o de plano, sin exagerar, en sentencias de muerte.

A partir de ahora, cada vez que algún defensor, un periodista o un funcionario se vean obligados a entrar en contacto con el subsecretario habrá que hacer un cálculo del riesgo que eso significa. Y esto será así, no sólo por la infección, sino sobre todo porque el gobierno desestimó el espionaje.

Si el presidente no le da importancia al hecho de que uno de sus funcionarios sea espiado por el Centro de Inteligencia Militar, ¿por qué peregrina razón iba a interesarse en los ciudadanos llanos que también hemos sido víctimas de este programa?

El error de considerar irrelevante el hecho deja lisiada la tarea que cotidianamente desempeña Encinas, sobre todo en aquellos temas sensibles donde la confianza en las personas y también los canales de comunicación son cruciales.

La cuestión se vuelve aún más grave cuando el propio subsecretario Encinas, con su silencio disciplinado, se hizo cómplice de la relativización. Si ni a él le importa haber sido espiado por el Ejército, ¿por qué este funcionario se preocuparía por el resto de los individuos que están o podrían estar en idéntica situación?

A todo esto, hay algo en lo que quizá López Obrador no mintió. Cuando dijo que su administración no espiaba sugirió una verdad tremenda: que tanto el Estado Mayor de la Defensa Nacional como el Centro Militar de Inteligencia no sean en la realidad parte de su administración, sino peligrosas entidades feudales con plena autonomía y fuero militar sobre los cuales el primer mandatario de la República no tiene nada que decir.

Ora que la hipótesis contraria también sería factible. Es decir, que ambas instancias sí forman parte de la administración y por tanto sí responden ordenes presidenciales y entonces la lista de personas espiadas responde a una decisión presidencial. O peor aún, que la información obtenida mediante este mecanismo delincuente de espionaje vaya a dar al escritorio del primer mandatario.

El presidente tiene talento para distraer la atención que merecerían los temas delicados. Para defender el espionaje militar se puso a recordar la época en que él mismo fue víctima, luego citó por enésima vez a Claudio X. González y terminó reclamando a los medios de comunicación.

Son todas cortinas de humo que pretenden ocultar que el presidente sabe que sí sabe. Sí sabe que el Ejército espía a periodistas, a defensores de derechos y, ahora nos enteramos, también a los funcionarios de su administración.

Cuando Encinas habló con el presidente sobre este tema ambos acordaron que no harían público el asunto sino hasta después de las elecciones de Coahuila y Estado de México. No contaban con que el New York Times se iba a adelantar con una investigación bastante sólida. Sorprende mucho que el subsecretario haya aceptado el aplazamiento y luego la falsa negación sabiendo que la ausencia de reacción frente a una violación tan grave a su privacidad sólo puede ser leída como indefensión definitiva para las víctimas que, por responsabilidad pública, él estaba mandatado a proteger.

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