Patrimonio cultural y justicia transicional Primera de dos partes

Jorge Sánchez Cordero

En Hiroshima, del 19 al 21 de mayo último se reunió el G7, conformado por Japón, Canadá, Francia, Alemania, Italia, Reino Unido y Estados Unidos. Al margen de la agenda política abordada, el tema cultural fue relevante: los jefes de Estado y de gobierno visitaron el Parque Conmemorativo de la Paz, que se encuentra en el centro de esa ciudad, donde se yergue la estructura de un antiguo edificio administrativo que sobrevivió al 6 de agosto de 1945, día en que fue arrojada la primera bomba atómica. Se trata de la Cúpula Genbaku (vocablo éste que significa precisamente “bomba atómica”), la única edificación que quedó en pie tras ese acto abominable.

El parque se erigió conforme a la ley de construcción de la Ciudad Conmemorativa de la Paz de Hiroshima, promulgada de acuerdo con el artículo 95 de la Constitución de Japón de 1949, y en 1996 fue declarado patrimonio cultural de la humanidad con base en la Convención de la Unesco de 1972 por su significado y no por sus cualidades estéticas o arquitectónicas. Para ello, el razonamiento del Comité del Patrimonio Mundial (CPM) fue que el sitio es un vigoroso símbolo de la paz universal y una remembranza del empleo ominoso de un arma de destrucción cuya letalidad difícilmente había sido imaginada por la humanidad.

Sin embargo, esta declaratoria fue reprobada por la República Popular China bajo el argumento de que la inscripción del sitio minimizaba otros hechos igual o mayormente repulsivos, como lo fueron los severos daños inferidos por Japón a la población china durante la Segunda Guerra Mundial.

Estados Unidos no reaccionó en menor grado: sostuvo que la inscripción del parque y la Cúpula Genbaku en el patrimonio mundial ponderaba el sufrimiento de la población japonesa y minimizaba la vileza de los verdaderos iniciadores del conflicto bélico. La posición estadunidense hacía énfasis pues en que rememorar esa victimización remitía al arcano las atrocidades de los provocadores de la Segunda Guerra y las convertía en una noción abstracta.

Un caso similar corresponde al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, edificado en territorio polaco para el exterminio de la comunidad judía: en 1979 fue inscrito como patrimonio cultural de la humanidad. Durante el régimen comunista en Polonia, la narrativa era distinta; acentuaba la victimización y el martirio del pueblo polaco, así como la victoria socialista ante el fascismo occidental. Ahora el CPM cambió la fundamentación de manera sustancial; vinculó a Auschwitz con el Holocausto y lo consideró una evidencia de la crueldad y de los esfuerzos sistemáticos para degradar la dignidad humana; el testimonio de una aniquilación metódica por motivos racistas. Polonia empero no comparte esa interpretación, cuyo énfasis –consistente con su legislación interna– reside en la villanía nazi desplegada contra la sociedad polaca.

La diferencia específica entre los eventos de Japón y Polonia es clara: Hiroshima enfrenta un pasado humano turbulento, pero simultáneamente preserva el sitio. Ahora el G7, por razones políticas, enfatiza el empleo execrable de bombas atómicas. Más aún, reafirma que en conflictos armados la excepción política es inaceptable. De acuerdo con estos razonamientos, el argumento de la destrucción del legado cultural como consecuencia de acciones políticas resulta totalmente inválido. La destrucción deliberada del patrimonio cultural, al igual que la iconoclasia del llamado Estado Islámico, debe ser calificada como un etnocidio. El efecto político es más que evidente: coadyuva la sacralización del legado cultural en conflictos bélicos.

Auschwitz, por su parte, desarrolla una narrativa que rememora y condena las atrocidades cometidas por motivos racistas, y lo hace con intencionalidad pedagógica e ilustrativa. Asimismo sacraliza la victimización dentro de un esquema binario perpetrador-víctima. Ambos sitios comparten un común denominador: adoptan la victimización como un elemento de identidad social, lo que en sí mismo representa un acto político.

El hilo conductor

La legislación cultural (LC) abarca monumentos, museos de la memoria y de la reconciliación, y sitios de remembranza, entre otros elementos. En Hiroshima y Auschwitz es muy evidente cómo los movimientos sociales constituyen el fermento de las sociedades en transición, íntimamente vinculados a su cultura y al legado cultural. Las repercusiones de ello en las sociedades posteriores son sustantivas, ya que moldean la forma en que los pueblos se asocian con su memoria colectiva.

La LC determina cuál es la herencia cultural posible, y es un medio idóneo para crear la memoria colectiva. Su función es clara: conjugar en tiempo presente el pretérito, y, simultáneamente, darle un significado al tiempo presente en el pretérito. La LC se embebe por lo tanto de un carácter simbólico, ya que es un ritual secular de pasajes políticos con una narrativa memorial de alta complejidad y ambigüedad. Como productora de poder e identidad, la LC remite, al igual que un palimpsesto, a un legado cultural en constante mutación.

La remembranza palestina de la Nakba (catástrofe, en árabe) es particularmente ilustrativa. La Nakba es el nombre dado a la secuela de la guerra árabe-israelí de 1948 y es un conflicto a partir del cual se creó el Estado de Israel, conmemoración aquella que supone un acto perturbador pues intenta conciliar el presente con un pretérito colonial, este último impregnado de serios cuestionamientos.

La forma en que la LC afronta un pasado truculento es un ámbito que comparte con la justicia transicional (JT). Así la JT, por su parte, intenta desasirse de un pasado específico para propulsar el futuro. Su diligencia consiste en la delicada tarea de salvaguardar el pasado en beneficio del futuro. De esa manera, la memoria en la JT es determinante, pues crea y recrea narrativas del pretérito.

En efecto, en la JT la memoria colectiva tiene una doble función: la recuperación de la verdad y la conmemoración como medio para alcanzar una justicia restaurativa a través de símbolos, monumentos y sitios. La conclusión es clara: la LC crea, recrea, resucita y preserva narrativas específicas que impactan la identidad nacional y diseña derroteros de la JT.

El movimiento de la JT se inició en los ochenta y noventa del siglo XX, a raíz de diversas resoluciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y tuvo gran resonancia en el ámbito universal, incluso en el foro de las Naciones Unidas (ONU). En el informe del secretario general de la ONU de agosto de 2004 se llegó a definirla como una variedad de procesos y mecanismos asociados resultantes de esfuerzos sociales encaminados a resolver casos de atropellos a gran escala cometidos contra la sociedad, a fin de que los perpetradores rindan cuentas de sus actos ante la jurisdicción, mecanismo que se considera viable para alcanzar la reconciliación.

La JT puede ser tan amplia como el enjuiciamiento de personas, el resarcimiento, la búsqueda de la verdad, la reforma institucional, la investigación de antecedentes, la remoción de responsables de cargos públicos o las combinaciones de todos ellos.

El perímetro para los efectos culturales de la JT se determina por las siguientes categorías: desigualdad social sistémica; actos de vileza, sean colectivos o políticos, que se han normalizado; incertidumbre existencial de una sociedad, e incertidumbre de una autoridad.

En las sociedades en transición la centralidad del legado cultural es trascendente por su incidencia en los procesos sociales y económicos, y ésta conduce a la cohesión social.

Lugares de memoria

El CPM ha considerado más de mil 100 sitios para su registro en el patrimonio cultural de la humanidad, pero únicamente lista los que considera que tienen un valor universal excepcional (VUE), como aquellos que son relevantes por sus vínculos con la naturaleza, con la cultura o por una combinación de ambos aspectos.

Muchos de esos sitios refieren a la memoria colectiva, cuyas narrativas son propias de la JT; es el caso de ciudades como Kigali, Nyamata, Murambi y Gisozi, que conmemoran los genocidios de Ruanda, o como la antigua Escuela de Mecánica de la Armada argentina, que entre 1976 y 1983 albergó el infausto centro clandestino de detención, tortura y exterminio operado por la dictadura cívico-militar.

En suma, los VUE deben trascender los confines nacionales y distinguirse por una alta importancia para las generaciones presentes y las futuras, pues esta singularidad contribuye a asegurar el interés de la comunidad internacional.

Para estos efectos deben satisfacerse dos características: la comunalidad y la neutralidad (Lucas Lixinski). La primera implica que el sitio debe trascender a las partes involucradas, especialmente sus argumentos nacionalistas o disputas recientes, en tanto que la segunda debe impedir que el patrimonio cultural de la humanidad se emplee como un instrumento para dirimir controversias entre las partes contendientes e imponer una visión parcial de la historia.

Otra característica de singular importancia es la autenticidad; sin ésta no era viable la calificación como patrimonio cultural de la humanidad. Sin embargo, recientes acontecimientos han obligado a reconsiderar esta categoría. Es el caso de lo ocurrido al Puente Mostar de la antigua ciudad del mismo nombre, en Herzegovina. Ubicado a orillas del río Neretva, fue destruido intencionalmente en 1993 durante la Guerra de los Balcanes y quedó inscrito en 2005 como patrimonio cultural de la humanidad tras ser reconstruido. Esta reconstrucción sugiere un apotegma que podría resumirse así: Una persona que ha sido asesinada es uno de nosotros; el Puente Mostar somos todos.

Otro precedente: El centro histórico de Varsovia, destruido en agosto de 1944 por los nazis en represalia por la resistencia heroica del pueblo polaco, fue reconstruido en forma meticulosa. Este sitio tiene una carga histórica significativa, pues albergaba edificios del siglo XIII al XX, y logró su inscripción como patrimonio cultural de la humanidad en 2011.

Para ello fue necesaria la Recomendación de Varsovia sobre la Recuperación y Reconstrucción del Patrimonio Cultural en mayo de 2018, como un intento de conciliar la pérdida de la autenticidad del patrimonio cultural a partir de la necesidad del reconocimiento internacional a un esfuerzo social de recuperación. Más aún, es una iniciativa orientada a reconocer la legítima aspiración de las comunidades culturales a superar traumas derivados de conflictos, guerras y desastres a través de la reconstrucción, y, con ello, reafirmar su identidad.

La característica de la autenticidad propuesta por el CPM debe por lo tanto situarse en esta perspectiva e incorporar las narrativas de destrucción, reconstrucción y reconciliación en lo que respecta a su legado cultural.

Epílogo

La LC es un poderoso medio para crear la memoria colectiva. Su propósito no es escudriñar el pasado ni identificar la exactitud de los eventos históricos e interpretarlos; es diseñar el espejo en donde la sociedad pueda contemplarse, y la forma en que ésta quiere reflejarse; pero, sobre todo, su objetivo es recordar y resucitar acaecimientos en tiempo presente.

El legado cultural y sus procesos memorativos son ineludibles en sociedades en transición, pues proveen de los elementos necesarios para la superación de eventos traumáticos y rupturas sociales lacerantes. De esta manera inciden como un coadyuvante indefectible de la justicia transicional.   

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