La oportunidad perdida de la Iglesia
Javier Sicilia
En 1969, John Lennon creó una canción icónica: Give peace a change (“Démosle una oportunidad a la paz”). Lo asesinarían en 1980. Casi 60 años después de creada y de 43 de su muerte, la canción sigue interpelándonos con la misma vigencia de entonces: dejemos a un lado nuestras diferencias y démosle “una oportunidad a la paz”.
La palabra es importante. Significa “encontrar el viento que lleva a puerto”. Con ese espíritu –después de diez meses de oraciones, diálogos y foros de escucha promovidos por la Iglesia católica– se llevó a cabo el Diálogo Nacional por la Paz los días 21 al 23 de septiembre en la Universidad Iberoamericana de Puebla.
La participación fue nutrida; algunas de las propuestas importantes. No lo fue menos la esperanza de que de todo aquel diálogo saliera un documento fundamental para construir la verdad, la justicia y la paz. No fue así, por desgracia: los documentos de cierre –“Acuerdo ciudadano por la Paz en México” y “14 acciones para iniciar el camino de paz”– terminaron en un conjunto de bonitas intenciones tan banales como vagas. El viento esperado de Give peace a change concluyó en el sensiblero entusiasmo de “Viva la gente”, We are the Word y los inanes contenidos de las cancioncitas de la liturgia dominical y la moralina católica.
Creer que la descomunal violencia que padecemos y que día con día aumenta su virulencia y su crueldad, que la capacidad de fuego de los grupos criminales, sus estructuras organizativas (los cárteles son, según la revista Science, el quinto productor de empleos del país), su pedagogía de la deshumanización y la crueldad, su penetración en las estructuras del Estado, de los partidos, las empresas, las iglesias; creer que el sufrimiento de las madres buscadoras, los más de cien mil desaparecidos, el más de medio millón de víctimas; creer que los degüellos, los desmembramientos, las extorsione, el 98% de impunidad en los aparatos justicia se resolverán impulsando “la empatía y la solidaridad”, generando “espacios de diálogo interinstitucional y mediaciones para la resolución positiva de conflictos”, promoviendo “procesos de sanación familiar…”, etcétera, es tan estúpido y criminal como creer que se resolverá con “balazos”, abrazos o programitas sociales al estilo de la 4T.
Cuando la Iglesia puede reducir la marea de fuego del Evangelio a un conjunto de imprecisas prácticas domésticas, que los mejores de entre nosotros no han dejado de ejercer desde hace años, no sólo la esperanza está perdida, sino que la Iglesia se ha convertido en una especie de coaching social. Habría entonces que enmendarle la página a Marx y afirmar que la religión es el fentanilo del pueblo, y la Iglesia, como afirmaba Nietzsche, “la losa que impide a Cristo resucitar”.
Lo que el país necesita por encima de todo ese catálogo de bonitas intenciones, es transitar de un Estado y un país capturados por el crimen a uno de derecho que jamás hemos conocido. Eso implica –lo hemos repetido hasta la náusea– una unidad nacional para la construcción de comisiones de verdad independientes del Estado y con apoyo de la comunidad internacional, que puedan iluminar las redes de complicidad que nos han llevado hasta aquí y amenazan con hacer más hondo el infierno; otra de justicia, independiente y con apoyo también de la comunidad internacional que permita, a la luz de la verdad, no sólo juzgar a los máximos responsables de la tragedia –presidentes, gobernadores, capos, empresarios, representantes de iglesias–, sino tener los diagnósticos necesarios para descapturar y reformar las instituciones del Estado y crear mecanismos expeditos y claros de reparación. Porque una verdad sin justicia, dice Sergio Beltrán, es mentira, una justicia sin reparación es impunidad, y sin garantías de no repetición, olvido.
Sin una ruta de esa naturaleza, tan compleja y profunda como la violencia que nos azota, las propuestas del Diálogo Nacional por la Paz se vuelven cómplice de ello. Cuando el Estado, lejos de cumplir con su vocación fundamental de dar seguridad, justicia y paz a la gente, se volvió parte de la lógica criminal, la comunidad humana está a merced de fuerzas que la rebasan.
La Iglesia tuvo diez meses para darse la oportunidad de revertirlo y no lo hizo. Parece –parafraseo a Charles Moeller– haber olvidado que el estricto deber de la sociedad temporal es construir una ciudad donde el hombre no esté constantemente confrontado con la roca abrupta de la esperanza teologal. Es inhumano en el orden de la violencia extraordinaria que vivimos pedirle a la gente un heroísmo cotidiano arropado de buenas intenciones, como lo hace la Iglesia.
La ciudad terrestre debe ser la imagen de la esperanza divina, una especie de participación de su bondad en el tiempo. El gran crimen del Estado y sus partidocracias, su crimen satánico, es haber hecho de México un sitio en el que desde hace más de 15 años las víctimas debemos sostenernos con el abrupto acantilado de una esperanza teologal, porque la ciudad de los hombres, a través del Estado, no nos otorga una esperanza humana de justicia y paz. Esa es la gran victoria del demonio, y la Iglesia, ausente de un verdadero y radical compromiso evangélico, se ha puesto de su lado.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.