Distorsión de la identidad: de luchadores revolucionarios a “mártires” y “víctimas”

Carolina Verduzco Ríos

La reciente colocación de una placa en el Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático con el nombre de Raúl Álvarez Garín seguido de la leyenda “Mártires de 1968” es un lamentable desacierto que requiere su corrección. Raúl fue un luchador y un dirigente político, no un mártir. Él y todos los participantes en el movimiento del 68 deben ser reivindicados por los méritos ejemplares que los caracterizaron.

Los mártires son personas que padecen con resignación el sacrificio, los sufrimientos e injusticias por una causa normalmente religiosa. La imagen de los militantes del movimiento de 68 no corresponde a la de los mártires. Ellos, fueron luchadores que con ánimo combativo actuaron en esa coyuntura que se ha definido como “el parteaguas de la historia contemporánea de México”.

Álvarez Garín. Luchador revolucionario”. Foto: Miguel Dimayuga

La connotación de la palabra “mártir”, al igual que de la palabra “víctima”, diluye hasta casi hacer desaparecer el elemento común que define e identifica a quienes con rebeldía se organizaron no sólo en el 68, sino también durante la Guerra Sucia y militaron para cambiar la situación que les tocó vivir. Independientemente de las diferencias que hayan tenido entre ellos en cuanto a las vías, los medios, las estrategias y las tácticas, a todos los podemos identificar como luchadores revolucionarios y ésta es la característica que los define sin distinción, y los hizo objeto de los ataques represivos.

Movimiento del 68. Represión contrainsurgente. Foto: Archivo

No fueron agredidos porque por casualidad les tocó encontrase con gobernantes, militares o policías, quienes por puro gusto dieron rienda suelta a su instinto sádico, sino porque el gobierno mexicano, inserto en la Guerra Fría, se alineó a la coordinación transnacional anticomunista. No fue una agresión indiscriminada contra la población mexicana, sino una política instrumentada y dirigida con intenciones contrainsurgentes.

Merecen ser nombrados como quisieron ser recordados

Es difícil saber con precisión en qué lugar y en qué instancias se empezó a darles el nombre de “víctimas” a los presos, perseguidos, torturados, desaparecidos y exiliados políticos de los años sesenta y de la Guerra Sucia del siglo pasado, pero sí es fácil recordar que el Comité de Familiares que se organizó en la década de los setenta para luchar para que el gobierno respetara sus garantías no se refería a ellos como víctimas.

El cambio del lenguaje tiene implicaciones muy negativas que no siempre se perciben. El uso de palabras como “mártires” o “víctimas” sutilmente ha ido diluyendo (y transformando en alguna medida) la imagen de quienes han sido disidentes revolucionarios. Inicialmente las organizaciones sociales y sus militantes no dieron mayor importancia a que se calificara como “víctimas” a quienes no lo fueron y no lo son, después empezaron a normalizar y a utilizar de forma inadecuada ese concepto pero, transcurrido el tiempo, es inexplicable que lo sigan tolerando. (Desde luego que también hay mártires que merecen todo el reconocimiento de la sociedad y víctimas de la negligencia criminal que requieren del respeto y la solidaridad social que debe incluir la exigencia de que los responsables no queden impunes).

Podrá haber quienes piensen que es intrascendente que se les llame “víctimas” a quienes fueron agraviados por haber sido luchadores por motivos políticos y además podrán argumentar que sus familiares también deben ser considerados “víctimas” por haber padecido los efectos de la represión. No obstante, no está de más tener presente que la voluntad de quienes participaron en el 68 y en el periodo de la Guerra Sucia fue que no se les viera ni se les recordara de forma lastimera, sino por su combatividad revolucionaria.

Una demostración de ello es que en las reuniones festivas de quienes sobrevivieron a la represión nunca faltaba y nunca falta en el repertorio de canciones que entonan emocionados “Vasija de Barro”, incluyendo dos estrofas desafiantes que se le agregaron a la versión original. Ellas dan cuenta de su deseo de ser recordados por su combatividad y su carácter revolucionario, así como de su convicción de que sus ideales no son inalcanzables, por lo que su optimismo no fue derrotado:

Cuando el pueblo se levante
por pan, libertad y tierra
temblarán los poderosos
de la costa hasta la sierra.

Yo quiero que a mí me entierren
como revolucionario
envuelto en bandera roja
y con mi fusil al lado.

Desparecidos del 68 y la Guerra Sucia. “Cambio de lenguaje”. Foto: X@EFEMERIDESMX

Quizá algunos familiares de los reprimidos hayan sido convencidos de la “teoría de los dos demonios”, según la cual la violencia es responsabilidad de las dos partes (la de los luchadores y la del gobierno mexicano) y afirman que hay que superar “la caricaturesca dicotomía de perpetradores y víctimas”, tal como sostienen Sergio Aguayo y Pablo Piccato (https://otrosdialogos.colmex.mx/la-violentologia-mexicana)

Efectos de ser tratados y sentirse víctima

Se puede creer que haber desaparecido o haber dejado en segundo plano la identidad revolucionaria y combativa de los reprimidos y verlos esencialmente como “víctimas” ha sido producto de la evolución natural del lenguaje; también se puede suponer lo contrario, es decir, que ese cambio se ha impulsado con la intención deliberada de hacer sentir a los agraviados como simples receptores fortuitos de la violencia de los gobernantes, militares y policías.

Pero independientemente del por qué cambió la terminología, el hecho es que la connotación que tiene la palabra “víctima” condiciona subliminalmente a que una buena parte de quienes así se asumen:

A.- Desarrollen sentimientos autocompasivos.

B.- En consonancia con estos sentimientos, vayan dando una creciente atención a las demandas de “reparación del daño”, lo que puede generar disputas internas en las organizaciones por el reparto de los recursos.

C.- Piensen que sólo es posible defenderse bajo los lineamientos de personas y organizaciones expertas en derechos humanos, preparadas académicamente con “los más altos estándares del derecho internacional”.

D.- Acepten que estas personas y organizaciones puedan convertirse en sus defensoras, representantes o, al menos, en consejeras y acompañantes, en tanto que ellos (los defendidos) les van cediendo la iniciativa política.

De antemano se sabe que los defensores profesionales recomendarán u obligarán a los funcionarios gubernamentales de los países investigables lo siguiente:

1.-Abran más archivos y espacios físicos de inspección al escrutinio de los representantes y de sus representados.

2.- Pidan perdón a sus defendidos en nombre del Estado.

3.- Paguen la “reparación de los daños”.

4.-Apoyen la creación de instancias de organismos multinacionales para que investiguen e impartan justicia

5.- Abran procesos de justicia transicional.

Los defensores siempre podrán documentar más hechos represivos semejantes a los ya conocidos y recoger más y más testimonios verídicos de personas agraviadas por políticos y ejecutores materiales mexicanos que causaron graves perjuicios y violaciones a los derechos humanos,

Además, siguiendo la línea de la “teoría de los dos demonios”, indagarán los hechos que permitan concluir que los revolucionarios eran tan malos y violentos como sus represores, pero no dirán que estos personajes sádicos del gobierno mexicano fueron adiestrados principalmente en Estados Unidos como parte de una estrategia contrainsurgente transnacional para desarrollar las tareas crueles que llevaron a cabo.

Esta omisión propicia que muchas personas supongan que las prácticas inhumanas que se denuncian son producto del sadismo innato de sus ejecutores y que su maldad es congénita, tendencialmente propia de su raza.

Se trata de una idea discriminatoria que se expresa de forma implícita y ha ido permeando en sectores de la población superficialmente críticos, en los cuales cada vez es más frecuente escuchar que se refieran a México como “este país”, con lo cual parecen indicar que piensan que todo lo indeseable y lo malo que ocurre se debe a que, de acuerdo con sus “análisis”, “así es el mexicano”, o a que “desgraciadamente así somos los mexicanos”.

Sin embargo, la consecuencia más funesta de que los afectados por la represión cedan la dirección política de la lucha por la verdad y la justicia a los expertos profesionales en derechos humanos –quienes han sido educados en lo que se ha dado en calificar como “los mejores estándares del derecho internacional” y en justicia transicional– es que con seguridad los principales artífices de los crímenes permanecerán a salvo. Sobre este tema habrá que insistir y profundizará, porque como les dijo Don Pablo González Casanova a los maestros de la CNTE, “el proyecto de la globalización neoliberal, busca hacer de la educación una cultura de la servidumbre, en la que el conocimiento del educando sea puramente instrumental”.

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*Carolina Verduzco Ríos es periodista e integrante del Comité del 68.

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