La contradicción

Javier Sicilia

Desde el siglo XIX dos proyectos políticos han marcado la historia del mundo: el nacido con el siglo de las Luces y el que nació con el nacionalismo, cuyo máximo exponente fue Herder.

El primero supone que todos somos iguales y que el hombre y la razón están por encima de las particularidades étnicas, culturales, sociales. El segundo, que miraba esta lógica como una forma imperialista, mediante la cual Francia quería subyugar al resto del mundo, opone a ello el genio nacional, el principio de identidad que hay en la diversidad de las naciones y sus lenguas.

Mientras “los filósofos de las Luces –escribe Alan Finkielkraut— se definían a sí mismos como ‘los apacibles legisladores de la razón’ (que), dueños de la verdad y la justicia, oponían al despotismo y a los abusos la equidad de la ley”, el romanticismo alemán de Herder ponía por delante el Volksgeist (“el espíritu del pueblo”) la expresión, en su singularidad irreductible, del alma única del pueblo”.

Independientemente de las complejas consecuencias a las que estas ideas han llevado al mundo y que la obra entera de Finkielkraut analiza desde muchos ángulos, sus aspectos más superficiales y contradictorios no han dejado de aflorar en las últimas décadas.

En México resurgió con el acenso de la 4T al poder. Contra el ideal del Estado nacido de las ideas ilustradas, la 4T opuso el espíritu del pueblo. La razón no hay que buscarla en los argumentos que, desde Herder, las derechas europeas han esgrimido. Los suyos son fruto de la ignorancia. En el orden de los ideales, López Obrador es hijo de la Ilustración: cree en los valores universales que fundaron México y que están expresados en los tres grandes acontecimientos de la historia patria de los cuales su 4T se siente heredera: la Independencia, la Reforma y la Revolución.

Sin embargo, al confundir el llamado “neoliberalismo” –la forma moderna del capitalismo salvaje— con el conservadurismo, y no con una degradación de los ideales ilustrados, ha querido ver en el nacionalismo a la usanza del viejo PRI su encarnación. Así, al querer devolverle a la nación el ideal que movió las luchas que antecedieron a su Cuarta Transformación, López Obrador se ha dedicado a implantarlo utilizando los tormentos de la inquietud religiosa de los conservadurismos más rancios. De allí sus constantes satanización, su ataque a las instituciones políticas—nido de conservadores y neoliberales–, su exaltación del Ejército –“pueblo uniformado” y bueno–, su tácita protección al crimen organizado que, en su lógica, pertenece también a la nación –los líderes de los cárteles son Made in Mexico–, su español, típicamente mexicano, cuyos espíritus tutelares se encuentran en el Pedro Infante de “Nosotros los pobres”, “Tin-Tan” y el Cantinflas de su época moralizadora.

Queriendo defender los ideales de la Ilustración, ha terminado no sólo por negarlos, sino, colmo de las contradicciones, por incorporar a él las degradaciones del neoliberalismo: el Tren Maya, el Transístmico, la refinería de Dos Bocas, el AIFA. La única diferencia es que dice hacerlo en nombre del pueblo, de su identidad y no del dinero. Así, buscando encarnar el Bien de los ideales de las Luces, López Obrador ha pisoteado las mediaciones que la lógica Ilustrada creó para hacerlo: las instituciones, la Constitución, la democracia, en síntesis, la vocación del Estado que es garantizar la justicia y la paz.

La oposición lo abomina. Pero no porque se oponga a su despotismo y sus abusos con el fin de recuperar el orden liberal que nació de la razón. Nunca lo ha habido en México. Sino porque, en sentido contrario a López Obrador, confunde esos ideales con la globalización económica y sus múltiples tecnologías. Para la oposición, el Bien que el nacionalismo obradorista cree encarnar, sólo podrá realizarse en el devenir, cuando México se incorpore plenamente al mundo globalizado del mercado y sus ofertas tecnológicas. Las instituciones, la Constitución y el Ejército deben estar a su servicio.

La confrontación entre uno y otra es, en este sentido, absurda. Ni el nacionalismo predicado por López Obrador ni el universalismo exaltado por la oposición, podrán darle sentido a los ideales que nacieron de las Luces. La realidad que vivimos, y que en su fondo alimentan unos y otros, es una combinación de despotismo y oscurantismo. Atrapados en la lógica neoliberal, lo que actualmente rige la vida de México –de allí la violencia que vivimos—es la satisfacción de los deseos inmediatos, de tener y consumir al menor costo posible. Quien mejor lo oferte ese mantendrá o accederá al poder.

Hasta ahora, el nacionalismo de la 4T va ganando. Su intrusión en el control de la vida va de la mano con la monstruosa libertad promovida por los narcocorridos, con los inmensos deseos que despierta la publicidad, con el desdén por las leyes –que hipócritamente forma parte de la oposición—, con la corrupción, el resentimiento, la confrontación y la propaganda. Lo que en realidad vivimos es, valga el oxímoron, el orden del caos. La barbarie se apoderó de la razón. A la sobra de esa gran palabra crece la intolerancia y la violencia. “Cuando –dice Finkielkraut– no es la identidad cultural la que, al encerrar al individuo, en su propio ámbito, rechaza el acceso a la duda, la ironía y la razón, es (el mundo digital) y su industria del ocio, esa creación de la era técnica”, que la oposición exalta, confundiéndola con parte de las libertades traídas por las Luces, “la que reduce a baratijas las obras del espíritu”. Así, la vida, que algún día guio el pensamiento, “ha cedido su lugar al terrible y ridículo cara a cara del fanático (nacionalista) y del zombi (neoliberal)”.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.

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