La cara oculta de las mañaneras

Todos conocemos las pautas del discurso diario de AMLO: el ritmo lento de sus palabras, su tono tabasqueño, sus gestos, su léxico, sus alusiones a la historia, sus encendidas rabietas contra quienes lo critican, sus burlas de la oposición, etc. En el sentido convencional no es un “buen orador” pero es un político eficaz.

Él inventó las mañaneras, que no son eventos meramente escenográficos, por el contrario, son ejercicios poderosos de de comunicación monopólica, abusiva, no democrática y facciosa. Pero exitosa. Cuando habla el presidente de la república, evidentemente, no habla cualquier ciudadano, habla alguien que detenta la supremacía política, la persona con mayor poder de la república, un funcionario al que tradicionalmente el pueblo de México respeta y rinde culto.

Es natural que la voz de ese funcionario tenga un peso determinante en la vida pública y que cohíba o intimide a cualquier ciudadano común que se atreva a disentir de sus opiniones. Tiene muchos disidentes. Pero, aunque el presidente juzgue, maldiga y condene en los términos más ásperos y rudos a sus opositores –incluso con agravios personales–, la mañanera le ofrece un lugar seguro, protegido, donde es casi imposible que el ejecutivo enfrente a sus contradictores. AMLO, por lo tanto, no corre riesgo alguno y puede perorar a su antojo.

Es, entonces, un discurso unidireccional y vertical. AMLO no pretende debatir o dialogar con nadie, no usa argumentos racionales; detesta los argumentos lógicos, los datos, las evaluaciones, la ciencia y hace escarnio de los expertos, los intelectuales y los académicos. Su retórica está cargada de impulsos pasionales: predica la mentira y el odio. Día con día ataca rabiosamente a sus enemigos, los insulta, los agrede personalmente (en ocasiones se mete con sus familias), los llama traidores, corruptos, perversos, los persigue y frecuentemente los castiga abriéndoles expedientes judiciales y los hace objeto de linchamientos públicos.

También miente sistemáticamente. Ha engañado al pueblo de México, por ejemplo, inventando el fantasma del “neoliberalismo” que es una doctrina económica (que compartieron hace tiempo algunos líderes políticos y algunos académicos) y que él presenta como un sistema político y social cuasi totalitario que corrompió la conciencia de los mexicanos y se infiltró en todas las esferas, públicas y privadas. Todo lo cual es rotundamente falso.

El presidente presume con frecuencia que bajo su gobierno no hay represión. Eso es mentira. Las condenas a personas, no son palabras vacías, todos sabemos que eventualmente esas palabras pueden desembocar en represalias jurídicas o agresiones en los medios; la voz del presidente genera miedo, inhibe a los ciudadanos, calla la discrepancia, produce silencio, despierta autocensura, ahoga la libertad y genera una atmósfera de persecución. No es un totalitarismo, pero ¿quién duda que no es una real dictadura de la mayoría? Todos temen (tememos) llegar a formar parte de la banda de los estigmatizados, de los desahuciados por el supremo poder.

Las mentiras AMLO se repiten a diario, con las mismas palabras, con la misma sintaxis, y una mentira repetida al infinito, como sabemos, se trasmuta en verdad. La vida pública de México está habitada hoy por una gran dosis de odio y de mentiras. Los ciudadanos, es cierto, tenemos derecho a la verdad, pero ese derecho nos es cancelado de facto y poco podemos hacer al respecto.

El presidente ha hecho de la mañanera un sitio donde se practican cotidianamente juicios sumarios y se condena y asesina moral y cívicamente a sus críticos. Para realizar esas ejecuciones, AMLO se vale de todos los recursos del Estado. Detrás de las mañaneras están el ejército, los órganos de inteligencia, la PGR, la UIF, el SAT, las secretarías de estado, los gobiernos locales bajo control de Morena, agencias que proveen al ejecutivo de información clave –muchas veces privada—de sus enemigos.

En conclusión, las mañaneras no son meras conferencias de prensa: son en realidad un complejo aparato de poder que se condensa en las actuaciones diarias del presidente y se proyecta en toda la sociedad creando convicciones y prejuicios. Ese aparato consume recursos públicos incalculables. Pensemos por ejemplo en lo que gasta la oficina de comunicación de la presidencia en la contratación de canales de TV, radiodifusoras, periodistas que hacen posible que el mensaje presidencial llegue hasta la intimidad de los hogares mexicanos. Tristemente, los mexicanos pagamos para que se persiga a otros mexicanos.

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