Los barcos a la deriva
Karolina Gilas*
Karl Popper, el rey de las metáforas, comparaba a las instituciones con los barcos. Y no sin razón: un barco, al igual que una institución, debe estar bien construido, con la robustez necesaria para enfrentar el mar abierto, pero también con la flexibilidad para adaptarse a las cambiantes condiciones del océano y las necesidades de quienes van a bordo. En el caso de las instituciones, es esencial que el diseño incorpore estructuras y mecanismos que faciliten la operación eficiente y satisfagan las demandas sociales.
Sin embargo, un barco puede perder su rumbo no por fallos en su estructura o diseño, sino por las decisiones de su propia tripulación, que lo llevan hacia el naufragio o a colisionar con los arrecifes. Por eso requieren, igual que las instituciones, de una tripulación competente, ética, responsable y capaz de manejar el poder con prudencia y autolimitación, que sea tolerante con aquellos que piensan distinto y que puedan asegurar la convivencia de proyectos plurales y diferentes entre sí. La transparencia, la rendición de cuentas y el estado de derecho son esenciales para garantizar que las instituciones cumplan con su propósito y sean resistentes a las tripulaciones inadecuadas. Las instituciones están diseñadas para soportar ciertos desafíos, malas rachas y marineros deficientes, pero incluso la resistencia de las instituciones más sólidas tiene sus límites.
En México, algo está pasando con las tripulaciones que han sido escogidas para darle rumbo a varias instituciones centrales para la vida democrática de nuestro país. Limitando el recuento de daños a tan sólo el último año, podemos advertir distintos signos de preocupación.
A inicios de noviembre de 2023, un integrante de la Suprema Corte renunció al cargo, justificando su decisión con ambiciones personales que, en pocos días, lo llevaron a involucrarse en la campaña electoral de una de las principales candidatas a la Presidencia. En los primeros días de diciembre, tres de los cinco integrantes del Tribunal Electoral decidieron faltar a la presentación del informe anual de labores del órgano que integran, anunciando así, y materializando en los días siguientes, una muy pública, pero nada fundamentada, exigencia de renuncia del presidente del Tribunal. Después de una semana de tensiones y acusaciones mutuas difundidas en las redes, el presidente cedió ante las presiones y presentó su renuncia.
Para diciembre de 2023, la autoridad electoral —integrada por primera vez en la historia por personas insaculadas ante la falta de acuerdos en el Legislativo— llevaba nueve meses sin lograr que sus integrantes generasen acuerdos para cubrir los puestos clave al interior de la institución. Numerosas instituciones del Estado no funcionan de manera idónea —incluyendo el INAI y las salas regionales del Tribunal Electoral–, porque el órgano encargado de designar a sus integrantes no ha sido capaz de articular las mayorías necesarias para hacerlo.
¿Por qué son relevantes estos hechos? Porque evidencian las posturas de sus protagonistas frente a las instituciones que integran la democracia y la función pública en general.
En una democracia integrar los órganos máximos del Estado, especialmente los jurisdiccionales y los autónomos, requiere de un compromiso mayor; no es un trabajo cualquiera al que uno puede renunciar cuando algo más interesante aparece en el horizonte. Sus integrantes deben cumplir las funciones más allá de las simpatías o animosidades que pueden guardar frente a sus colegas. Remover a quien preside un órgano constitucional no es una decisión que se puede tomar a la ligera, a partir de las relaciones o insatisfacciones personales, ventiladas públicamente sin evidencia o argumento alguno. Los órganos constitucionales deben realizar las designaciones para que las instituciones estatales estén debidamente integradas, y estas designaciones no pueden ser detenidas por conflictos partidistas.
En los tiempos recientes estamos lejanos de este escenario. Las tripulaciones que están al timón de algunas instituciones parecen no tener claridad ni compromiso suficiente para desempeñar sus funciones más allá de las ambiciones personales, ni prever las consecuencias que sus actos tienen para el funcionamiento interno y para la confianza ciudadana. El daño que sus decisiones ocasionan a las instituciones y a la percepción de la ciudadanía es grave. La democracia se debilita, el apoyo ciudadano merma, cuando quienes integran las instituciones no respetan las reglas y no realizan los valores democráticos.
Regresando a Popper, las normativas y prácticas democráticas son vitales no sólo en la arquitectura de nuestras instituciones, sino en el actuar diario de quienes las conducen. Para mantenernos en la ruta democrática no basta con remodelar la estructura institucional, como quien retoca un barco y espera que navegue solo. Es crucial que quienes se integren a estas instituciones estén comprometidos y leales a los principios democráticos. Eso requiere que sean escogidos con ojo crítico, comprometidos con la misión y que actúen con responsabilidad. Necesitamos personas capaces de anticipar las ondas que sus decisiones crean en este mar complejo, donde sus acciones afectarán a aquellos que ni siquiera compartan sus ideales, pero que vivirán bajo la sombra de sus elecciones.
La democracia no es sólo un sueño utópico de equidad, bienestar y cohesión social, sino un conjunto de reglas y procedimientos diseñados para facilitar la colaboración, negociación y convivencia amistosa entre los distintos actores políticos y sociales. Por tanto, las formas importan. De ahí que seleccionar a quienes ocuparán los puestos de liderazgo público no puede ser un mero acto de fe ciega hacia ideologías o proyectos particularistas. Para que la democracia y sus instituciones cumplan con las expectativas sociales, es esencial considerar la integridad de las personas que se designa a los cargos, su manera de poner en práctica sus valores y su compromiso con la democracia. Debemos buscar a las y los más lúcidos y comprometidos, las y los más éticos y responsables, a liderazgos que pongan a las instituciones y al bien público por encima de sus posiciones personales, ambiciones o rencillas.
Mientras nos enfrentamos al nuevo año, con más de 100 nombramientos pendientes en el Congreso y la responsabilidad ciudadana de seleccionar, en unas elecciones competitivas, libres y justas, a quienes ocuparán más de 20 mil puestos en nuestro país, es un momento propicio para meditar profundamente sobre el tipo de liderazgo que deseamos y necesitamos y sobre los procedimientos que se usan para las designaciones públicas.
*Profesora de la FCPyS-UNAM. Integrante de la Red de Politólogas y del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina.