Elecciones judiciales: ¿Por qué votar?

Ernesto Villanueva
Este 1 de junio no es una elección más. Es un parteaguas constitucional. Por primera vez en la historia del país, la justicia se somete al voto popular. No se trata de elegir legisladores ni de refrendar partidos. Se trata de algo más profundo: elegir a quienes interpretarán la Constitución, a quienes decidirán si una norma se ajusta al derecho o lo violenta, si un acto de poder es legítimo o un abuso. No se elige poder, se elige el límite del poder. Y eso, en una democracia, lo cambia todo. Veamos.
Primero. Las elecciones serán legales, incluso si no despiertan pasión. La legitimidad jurídica de una elección no se determina por el entusiasmo de los votantes, ni por la intensidad del debate público. Se determina por el cumplimiento del marco normativo. Si el procedimiento electoral ha sido respetado conforme a la Constitución y las leyes, la elección es válida, aunque la participación sea limitada o el contexto social sea frío. ¿Habrá abstencionismo? Muy probablemente. ¿Anula eso el resultado? En absoluto. El sistema jurídico mexicano no establece un mínimo de participación para que una elección tenga efectos jurídicos. Lo que cuenta es que la jornada se haya desarrollado bajo los principios de legalidad, certeza, imparcialidad y transparencia. Quien obtenga más votos válidos, conforme al procedimiento, asume el cargo. Así lo manda la Constitución. Pero que algo sea legal no lo convierte automáticamente en legítimo. La legitimidad no surge sólo del número de boletas marcadas, sino del uso responsable del poder. Si quienes resulten electos actúan con imparcialidad, conocimiento jurídico y apego irrestricto a los derechos fundamentales, se ganarán el respeto de la ciudadanía. Si actúan con sumisión al poder, ligereza técnica o soberbia institucional, perderán credibilidad. La ley puede darles acceso al cargo, pero sólo el ejercicio digno construirá su autoridad moral. Y esa no se compra ni se impone: se gana cada día, con hechos, con criterio, con rectitud.
Segundo. Este proceso marca un giro sin precedentes: por primera vez, el pueblo entra simbólicamente en la Corte. Nunca antes se le había confiado a la ciudadanía la decisión sobre quiénes deben ejercer la más alta función judicial del país. Hoy, esa decisión cambia de manos. Pasa del pacto político cerrado al voto abierto. De la cooptación opaca al escrutinio público. Durante décadas, la selección de jueces y ministros fue un proceso lejano, reservado a las élites. Designaciones selladas en despachos, negociaciones entre partidos, cuotas disfrazadas de méritos. Todo sin participación ciudadana. Todo sin control público. Hoy, eso se transforma. La boleta ya no es sólo un instrumento electoral: es un mecanismo de control democrático. Es una llave que abre la puerta de la justicia constitucional. Lo que se elige no es un cargo más. Son personas con poder para declarar inconstitucional una ley, para proteger o negar un derecho, para frenar un abuso o convalidarlo. El peso de esa decisión es inmenso. No hay garantía de que todo saldrá bien, pero sí hay una oportunidad real de construir una justicia más cercana, más transparente, más vigilada. Por primera vez, el pueblo no sólo obedece la ley: también decide quiénes tienen la última palabra sobre ella. Y eso redefine el pacto democrático.
Tercero. Lo político ya estaba ahí. Solo que oculto. Hay que decirlo con claridad: el Poder Judicial siempre ha tenido una dimensión política. Lo que cambia ahora no es su existencia, sino su visibilidad. Antes, la política se ejercía desde las sombras: designaciones pactadas, magistraturas como premios de lealtad, ternas simuladas, méritos desplazados por acuerdos. No eran excepciones: eran regla. Recordemos los datos: incluso organismos oficiales han reconocido el alto grado de nepotismo y endogamia en la integración del Poder Judicial de la Federación. Basta mirar lo ocurrido en estados como Coahuila, donde una magistratura fue moneda de cambio en un acuerdo electoral. O los episodios en la propia Corte, donde ministros fueron propuestos como parte de negociaciones cruzadas entre poderes. Eso también era politizar la justicia. Pero sin transparencia. Sin rendición de cuentas. Sin rostro. Hoy, la política ya no se esconde. Se vota. Se discute. Se fiscaliza. Y eso no es una regresión. Es un paso hacia adelante. La opacidad era impunidad. La publicidad es control. Votar no resuelve todo, pero abre la posibilidad de intervenir. De decidir. De exigir. La justicia necesita luz. No sombra. Necesita escrutinio, no secreto. Este proceso no garantiza perfección, pero abre una puerta que antes estaba cerrada. Del otro lado no hay certezas, pero sí posibilidad. Votar es iluminar. No votar es renunciar. Y lo que está en juego no es un cargo: es el tipo de justicia que queremos.
Con información de Proceso