El minimato
Gabriel Reyes Orona
Hace casi 30 años, la Suprema Corte de Justicia de la Nación enfrentó una crisis de credibilidad, siendo blanco de severas, pero, lamentablemente, fundadas críticas. El nombre de algunos ministros se vinculó al tráfico de influencias, al enriquecimiento ilícito, así como a la conformación de una vasta red complicidades. A partir del gobierno de Miguel de la Madrid, se señalaba el creciente descontrol que prevalecía en el Poder Judicial Federal, el cual, servía a muchos intereses, pero no a los de la República.
La historia nacional recoge la identidad de muchos abogados que, habiendo alcanzado la posición de ministro, no supieron corresponder a la confianza que se les brindó. Pero hoy ya no existe duda que el nombre de Arturo Zaldívar tendrá un lugar especial en lo que a desprestigiar a la Corte se refiere.
Si uno revisa con calma y cuidado la historia de la SCJN, pronto encontrará que las personas que han integrado su pleno son prácticamente desconocidas, transcurriendo su encargo sin dejar huella en el aprecio de la población. Así es, fuera de quienes postulan en el foro mexicano, casi nadie recuerda a quienes en el pasado ocuparon su presidencia, y menos, a quienes sin llegar a tal posición administrativa se desempeñaron a lo largo de muchos años resolviendo los más controversiales casos.
A los que al inicio del gobierno de Ernesto Zedillo fueron elegantemente cesados, y pensionados, nadie los recuerda, como tampoco se guarda memoria de quienes inicialmente integraron pleno en el nuevo modelo. Ello, claro, con excepción de Olga Sánchez Cordero, a quien se le conoce más por su longevidad burocrática que por aportaciones en el orden jurídico. Sin duda supo hacer política desde su ponencia.
Los ministros suelen construir una cómoda ficha de trayectoria, a partir de casos cuidadosamente seleccionados, en los que, con el apoyo de sus pares, aparecen heroicamente abanderando posiciones que su equipo ha identificado como hitos que gozan de amplia aceptación entre la población. Así se cuelgan medallas a la hora de tomar la foto institucional. Sin embargo, es claro que se trata de asuntos calculadamente escogidos, a efecto de crear el perfil deseado, sin que la comunidad les identifique realmente como bastiones en la defensa de los derechos humanos o de cualquier otra causa.
En cualquier país, sea cierto o no, se habla de la distinción y gran honor que representa el ser llamado a ocupar la posición, aunque en realidad, en países como el nuestro, tiene que ver más con un armado de intereses, que atiende los vaivenes de la oportunidad, e incluso, la narrativa de género, que con sólidas y acreditadas destrezas jurídicas.
La justicia en todo el orbe se imparte en una condición de supra ordinación, esto es, atisbando desde arriba a los pobres y mortales justiciables. La función se sustenta colocando al juez en una condición de superioridad, al menos formal. En todos los países se construye la judicatura sobre la noción de innegable respetabilidad; insuperable diligencia, y honorabilidad a toda prueba. De lo contrario, la ausencia de tal presupuesto impediría, o al menos haría muy difícil, dotar de credibilidad a las sentencias. El ineludible voto en blanco permitió superar a la venganza privada como medio de solución de las controversias.
Debemos reconocer que existen en el foro mexicano jueces y magistrados que se han ganado reputación de juristas estudiosos y de neutrales resolutores de controversias, pero, lamentablemente, se trata de los menos. En la práctica, las decisiones intempestivas, dictadas tras larguísimos procesos de estudio; el abandono de los expedientes a manos de personas que no sólo no han acreditado conocimientos, sino que, en muchos casos, son meros recomendados de algún colega, así como las sentencias que sólo hilvanan conclusiones basadas en el monopolio de la verdad, y no en un cabal estudio del reclamo, han lastimado y lesionan constantemente a quienes acuden a pedir justicia.
De la noche a la mañana, quien ha concitado los intereses obteniendo la designación se vuelve un dechado de virtudes, haciéndose merecedor, por razones legales, de toda clase de consideraciones. Lo sabemos, pero, sin colocar a quien juzga en una posición de distinción, no es posible administrar justicia, ni crear un sistema judicial confiable, lo que no significa el bajar la guardia en el terreno de la rendición de cuentas, tarea en la que nuestro país descuella por el rezago.
Todo el aparato jurisdiccional está construido sobre tal premisa, así como en una noción que resulta clave, siendo ésta la de la firmeza de la cosa juzgada. De no prevalecer esta institución, las disputas y controversias serían interminables.
De manera que la distinción, honor y reconocimiento no derivan de las circunstancias particulares de quien ostenta el cargo, sino de una necesidad operativa y funcional del órgano de poder que nos ocupa. Todos los adjetivos y calificativos que se dispensan a los juzgadores no aluden al sujeto, sino a la investidura.
Esto es, no es que el sujeto a quien ésta se otorga los haya alcanzado, sino que la encomienda los precisa, ello, en provecho y beneficio de todos. Sí, se trata de una ficción jurídica que hace posible que funcione y opere el andamiaje judicial, sin que, caso a caso, se trate de ángeles descendidos a la tierra.
Calles instauró en México el Maximato; Zaldívar, su contrario. Ha sabido capturar la imagen misma de la dependencia y sumisión a quien no se le debe, al grado de evidenciarlas grotescamente con sus actos. Explícitamente ha admitido de que su comportamiento en el encargo fue viciado por la parcialidad, declarando, inequívocamente, afecto partidario incompatible con la neutralidad.
Confundiendo lo grave, con lo que para él resulta importante en una frívola carrera por mantenerse en el afecto del grupo en el poder, se aferra desesperadamente a la protección del manto que, si bien no anula los abusos y excesos en los que ha incurrido, si los esconde. Ha presentado una renuncia que no cumple en fondo, ni en forma con la exigencia constitucional. Lo que ha hecho asumiendo el férreo y antidemocrático control del Senado de la República.
En tan sólo cuatro años, Zaldívar destejió una red de complicidades, para tejer una propia, la cual ahora pone al servicio del partido oficial, mercando un lugar en la “transformación”. Los nocivos efectos de la funesta propuesta de cambio legal por él tramada, aprobada sin chistar por las furibundas huestes del presidente, han deformado de manera grave al Poder Judicial de la Federación, poniéndonos no en idéntica situación a la que prevalecía en 1994, sino en una peor.
Nuestras débiles y desvencijadas instituciones sucumbieron ante un liderazgo que se impuso, sin recato alguno, avasallando la Constitución. Hemos llegado a un extremo insostenible de fragilidad del estado de derecho, una vez más, ante el silencio y complicidad de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la cual, se ha conformado con ser testimonial gestor de asuntos que, sin mayor repercusión en la defensa estructural de los derechos convencionales de los gobernados, admite y tramita, sí, se trata de expedientes que no sólo no incomodan a la autocracia, sino que le permiten teatralizar, con vanas disculpas, eventos que están al nivel de defensoría de oficio. De poco o nada ha servido ser parte del costoso, ostentoso, y no tutelar, mecanismo internacional.