Ante la ley
Javier Sicilia
En El proceso, no de Julio Scherer García sino de Kafka, hay un pequeño e inquietante relato que lleva el nombre de este articulo. Se lo narra el capellán de la prisión a Josef K, un funcionario bancario a quien arrestaron una mañana por razones que ni él ni nadie conoce y quien lleva años tratando inútilmente de saber de qué se le acusa y obtener una sentencia.
El relato es un espejo de la situación de K: un campesino llega hasta la puerta abierta de la ley y pretende cruzarla. Un guardia se lo impide. El campesino pregunta si algún día podrá entrar, a lo que el guardia responde: “Pero no ahora”. Le dice también que, aunque lograra entrar, se encontrará más adelante con otros guardias más poderosos que él, al grado de que el tercero es tan intimidante que ni él mismo puede soportar su presencia. Espera años, soborna al guardia sin que nada suceda. Al final, cuando está a punto de morir, hace una última pregunta: ¿por qué, pese a que todos buscan la ley, nadie en todos estos años se ha acercado a la puerta? El guardia le da una respuesta aterradora: “Nadie lo hubiese pretendido, porque esta entrada era solamente para ti. Ahora cerraré la puerta”.
Independientemente de los complejos problemas filosóficos y teológicos que El proceso plantea, la novela y la parábola del capellán tienen que ver con el reciente debate en la Suprema Corte de Justicia de la Nación respecto a la prisión preventiva que está contenida en el artículo 19 de la Constitución.
Visto desde Kafka, no sólo el debate ha sido absurdo, lo es también la resolución a la que se llegó. En un país tan corrupto como México el que la ley mantenga la prisión preventiva o no es intrascendente, porque la ley en México no depende de la justicia –el artículo 19 es sumamente claro en lo que a ella corresponde–, sino de la arbitrariedad de sus guardianes y del proceso al que alguien es sometido. En México, lo que menos importa es el crimen por el que una persona debe enfrentarse a la ley con prisión o sin prisión oficiosa. Lo que importa es el proceso, los largos años que, como Josef K o el campesino de la parábola del capellán, debe pasar delante de la puerta de la ley sometido a farragosos procedimientos burocráticos, a cambios constantes de jueces que deben leer expedientes que, en el caso de células criminales, sobrepasan a veces las 40 millones de palabras de la Enciclopedia británica, a dilaciones –hay abogados de oficio que llevan decenas de casos sin personal de apoyo–; sin contar con los guardianes de la ley que intimidan y desalientan, y, en muchos casos, que Kafka no consigna, permiten que el delincuente, por una fuerte suma de dinero, se aleje de la puerta. Sometido, como K, a los procedimientos jurídicos y sus enredos, no sólo el crimen por el que alguien es procesado se vuelve nebuloso, también la presunción de inocencia o la culpabilidad. Para saberlo, hay que leer la novela de Jorge Volpi sobre el caso Cassez-Vallarta, Una novela criminal, y ver el documental que de ella hizo Gerardo Naranjo. Con ello, la justicia jamás se cumple. Se cierra detrás de culpables o del presunto inocente, como se cerró frente al campesino de “Ante la ley”.
Nuestras leyes son demasiado grandes y justas para el tamaño de la corrupción del aparato del Estado y de muchas de las personas que lo custodian. El problema no radica, por lo tanto, en la ley que resguarda el artículo 19 de la Constitución, sino en la solvencia moral de quienes la custodian y la aplican, y en los farragosos procedimientos burocráticos que hay que pasar para, en el remoto caso de que así fuera, cruzar la puerta de la ley.
La justicia, como señala André Compte-Sponville en ese espléndido libro sobre ética, Pequeño tratado de las grandes virtudes, es la más inasible de todas las virtudes porque, como decía Alain, “no existe; pertenece al orden de las cosas que hay que hacer justamente, porque no lo son”; es un horizonte que sólo se cumple cuando alguien lo lleva a cabo sin ego, sopesando la verdad de los hechos. El yo –decía bien Pascal– es siempre injusto. Desplaza la verdad para volverse el centro de todo. Al igual que los dos funcionarios que detienen a K diciéndole que se le procesará; al igual que el guardia de la puerta de la ley a la que llega el campesino de la parábola, el yo quiere sojuzgar y “ser el tirano de los otros”. Lo que menos le importa es la culpabilidad, la inocencia y la justicia. Le importa el poder que posee y que le permite someter al otro con prisión preventiva o sin ella, atarlo al proceso con su carga de angustia, intimidación y absurdo; tenerlo, como suele decirse en este país, “agarrado de los güevos”.
Para Felipe Ángeles, ese justo cuyo nombre precede a un aeropuerto que no lo honra, la justicia que custodia la Constitución sólo será el fruto de una educación que forme en la independencia del ego.
Estamos lejos de ello. En este país corrompido en su esqueleto moral, sometido a todo tipo de egos y resentimientos, empezando por el de Andrés Manuel López Obrador, la justicia es la capacidad de tener a otros “agarrados de los güevos” con el único fin de que nadie entre en la puerta de la ley. Si algo puede definirla es la punición en la impunidad.
Habrá que plantear el debate en los términos correctos.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.
Proceso