México en fuga
Javier Sicilia
La fuga forma parte del mundo humano y animal. Su etimología no sólo significa huida, sino también su causa: el espanto, un acto de sobrevivencia. A veces, sin embargo, fugarse no es lo mejor. Sus consecuencias suelen ser más trágicas de lo que hubiese implicado encarar el horror. Tal vez, su mejor representación sea Edipo, quien, huyendo del oráculo que le reveló que mataría a su padre y se casaría con su madre, lo cumple. Al saberlo, se saca los ojos. Ciego, desterrado, reducido a la miseria y acosado por las Euménides (las diosas de la venganza), termina vagando sin rumbo tomado de la mano de su hija Antígona.
Los mexicanos nos parecemos a Edipo, huimos. Pero, a diferencia suya, no lo hacemos para escapar de lo terrible que, a fuerza de fuga, se realiza. Nos evadimos de lo que está sucediendo. Así, huimos de la violencia y sus víctimas, que desde hace décadas aumentan de forma descomunal. No lo hacemos como Edipo y los migrantes, cuya conciencia frente al horror los lleva desplazarse de un territorio a otro, sino mediante lo que Ignacio Solares calificó de “fugas descendentes”, aquellas que, al mismo tiempo que nos hacen olvidar o distanciarnos de nuestros males, nos destruyen. De esa forma, embrujados por las redes sociales y sus algoritmos, nos fugamos jugando a las elecciones, colocándonos en uno u otro bando de una disputa electoral prematura para defender o maldecir a los imbéciles que hoy administran o buscan administrar el infierno. Huimos creyendo que la continuación de este gobierno o su cambio terminarán por resolver nuestros problemas y que el horror que nos rodea y amenaza es un asunto menor frente a la necesidad de salvar la democracia. Nuestras fugas se parecen a las del alcohólico o a las del adicto, para quien sus paraísos artificiales se vuelven la realidad misma y están dispuestos a habitarlos antes que asumir el peso de lo real.
Recientemente, una fuga de otra especie nos permitió huir aún más lejos: los festejos de Navidad y Año Nuevo. Esas fiestas, hechas para la detención y la meditación de nuestro ser en el mundo, se volvieron escapes. Incitados por el consumo y la celebración, olvidamos la densidad del espanto por unos cuantos días. De compra en compra, de festejo en festejo, nos fugamos en la ilusión de habitar un mundo tan higiénico y acogedor como los nacimientos y el árbol con el que los establecimientos comerciales y las casas se adornan, mientras a nuestro alrededor la violencia continúa su implacable marcha.
Hoy, devueltos a la realidad, regresamos a nuestra huida consabida: las elecciones. No hay, sin embargo, en ellas otra cosa que la misma ilusión que provoca la fuga. Al igual que creemos escapar del infierno involucrándonos en el proceso electoral, quienes hoy detentan el poder y quienes aspiran a tenerlo, lo borran. Ni en unos ni en otras –tampoco en los partidos que los amparan y son tan responsables del horror como el actual gobierno– hay voluntad para encararlo. Huyen de él reduciéndolo a un asunto que la tolerancia de los abrazos o la fuerza de ellos tarde o temprano resolverá. Ninguno está dispuesto a mirarlo como una prioridad nacional que sólo puede enfrentarse mediante una política de Estado cuyos ejes sean la verdad, la justicia, la reparación a las víctimas y las garantías de que la violencia se detenga y no vuelva a repetirse. Ninguno tiene el afán de crear los consensos nacionales que una tarea así requiere ni a pagar los costos de una política que los pondrá ante sus colusiones con el crimen y los juzgará. Prefieren, por lo mismo, huir en una disputa por la administración del horror, fingiendo que el rescate del país se reduce a ello y significa democracia.
Mientras la ciudadanía, envuelta en el mismo entusiasmo, se polariza, los muertos, los desaparecidos, las extorsiones, la inseguridad, crecen. Fugándonos del horror, no nos lo encontramos, como Edipo, lo alimentamos. ¿Tendremos algún día la capacidad de mirarlo como él lo hizo? Y, de llegar a suceder, ¿tendremos si no la grandeza de sacarnos los ojos en un acto de expiación, al menos la dignidad de aceptarlo y, desterrados en nuestra propia tierra, acosados por la culpa, rehacer el país a partir de una verdad y de una justicia de la que no hemos dejado de huir? No lo sé. Los mexicanos, a diferencia de Edipo, poseemos una inmensa capacidad para la fuga y para, ante la evidencia de lo terrible, repetirla.
Lo hemos hecho con ahínco cada sexenio. Lo hacemos cada fin de año desfigurados por la compulsión del consumo y sus festejos. Lo haremos otra vez en 2024 con crímenes aún más terribles de los que hemos visto. Si algo no nos obliga a encarar la realidad, a entender que la democracia es imposible en un estado de excepción y a exigir una política de Estado capaz de enfrentar la violencia, habitaremos un horror sin salida. A fuerza de huir, de relativizar el horror y frivolizar la vida democrática, la barbarie ha ido invadiendo todo.
Bajo su sombra crece el espanto, y la vida, que debería ser guiada por el pensamiento y su capacidad de enfrentar lo terrible, cede sitio al crimen. Así, huyendo de la realidad, soñando que la democracia es compatible con el infierno, vamos aprendiendo a habitar lo inhabitable, a soportar lo insoportable y a vivir en un totalitarismo inédito.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.