Un capturado undécimo debate
Javier Rosiles Salas
Los debates son shows mediáticos y así se les debe evaluar. Sus propósitos están más cerca del entretenimiento que de una disertación profunda. Por eso importa su contenido, la disposición de los debatientes y, desde luego, el formato. Por desgracia, los constreñimientos que impusieron los partidos políticos y las autoridades electorales al primer debate presidencial no permitieron una libre discusión, por lo que lució acartonado y, por momentos, hasta soso.
La pregunta de costumbre es quién ganó el debate, y su valoración no permite una respuesta contundente. Lo cierto es que Xóchitl Gálvez no destacó lo suficiente como para redirigir las preferencias de manera decisiva en su favor –algo que aplica también para el caso de Jorge Álvarez Maynez–: espetó un “dama de hielo”, pero nadie le reviró un “dama de hierro”. Por lo que toca a Claudia Sheinbaum, logró mostrar una imagen sobria, ejecutiva, hasta presidencial; de ninguna manera su participación en el debate puso en riesgo el primer lugar que le adjudican la gran mayoría de las encuestas.
Un elemento que no puede obviarse es el de la vestimenta. Álvarez Maynez no lució frente a las cámaras algo naranja, mostrándose como candidato más panista –por lo del traje azul– que fosfo fosfo. Sheinbaum fue la única que portó francamente el color de su partido, Morena, en tanto que Gálvez vistió de blanco, buscando no ser relacionada con los colores de los tres partidos tradicionales que la postulan, el PAN, PRI y PRD. Continuidad versus desmarque.
¿Qué tanto han mejorado los formatos para hacer de los debates espectáculos mucho más atractivos para la ciudadanía? Este fue el decimoprimero y me temo que poco. Un primer problema es que no se acepta que los debates son más bien un show mediático: llamarlos así es, incluso, visto como políticamente incorrecto. Se les debería ver como actos de entretención en medio de campañas desabridas y eliminar una falsa aspiración a la “cientificidad”.
México tiene un retraso de décadas en materia de debates entre candidatos presidenciales. Fue el 26 de septiembre de 1960 cuando se desarrolló el primer debate televisado de la historia, en Estados Unidos, entre un sudoroso Richard Nixon y un bronceado John F. Kennedy. Tuvieron que pasar 34 años para que un ejercicio similar se presentara en México.
Esta demora se explica por el aletargado proceso de democratización mexicano, que tiene una fecha clave durante las elecciones presidenciales de 1976, cuando José Lopez Portillo fue el único candidato que se presentó a la liza electoral, postulado por el PRI, respaldado por dos partidos impulsados desde el propio poder –conocidos como satélites–: el Popular Socialista (PPS) y el Auténtico de la Revolución Mexicana (PARM).
Los dos primeros debates ocurrieron en 1994, una elección presidencial antes de la primera alternancia en el país, encabezada por Vicente Fox y el PAN en 2000. El primero ocurrió el 11 de mayo entre la llamada “chiquillada”; fueron convocados seis partidos minoritarios (PT, PVEM, PFCRN, PPS, PARM y PDM), pero sólo acudió la mitad: Jorge González Torres (PVEM), Pablo Emilio Madero (PDM) y Rafael Aguilar Talamantes (PFCRN).
El segundo debate fue en el que participaron, el 12 de mayo de 1994, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano (PRD), Diego Fernández de Cevallos (PAN) y Ernesto Zedillo Ponce de Léon (PRI). Fue moderado por la periodista Mayté Noriega y en el marco de un formato inflexible el panista se ganó fama de destacado polemista.
Constituye un error esperar que en los debates mexicanos se expliquen los cómos, de qué manera se resolverán las principales problemáticas que aquejan a la ciudadanía; esto por dos razones: primero, porque las candidatas y el candidato no los tienen tan claros y, segundo, porque los tiempos con los que se cuenta en un ejercicio de este tipo son limitados.
A lo más que se podría aspirar es a una libre confrontación de ideas, a una jerarquización de problemas, a escuchar reclamos entre quienes tienen el gobierno y quienes aspiran a sustituirlos. Pero el problema es que los actores políticos son temerosos y por eso capturan los debates, son ellos quienes chantajean a la autoridad electoral con no asistir, con denunciarla si no se cumplen sus requerimientos.
La escaleta como instructivo a seguir a pie juntillas como signo de seguridad para los debatientes. Los moderadores como dadores de la palabra, sin permitírseles dar seguimiento a las respuestas, sin atribuciones para cuestionar realmente. Destaca, si acaso, su papel como concentrados lectores de preguntas.
Un debate es un espectáculo mediático, y como los shows de medio tiempo de los espectáculos deportivos hay algunos más entretenidos que otros, unos más animados que otros. En el caso de México los esquemas están tan acordados para no poner en riesgo a los participantes, que elementos que tendrían que ser secundarios como una edecán o las fallas en el reloj se convierten en parte esencial de los análisis postdebate. Algo habrá que cambiar y con urgencia.
Con información de Expansión