El problema es el sistema no la prisión preventiva
Eduardo Andrade
La discusión jurídica que tuvo lugar en la Suprema Corte de Justicia acerca de la prisión preventiva oficiosa debe conducir a un análisis profundo del sistema penal mexicano modificado en 2008. La preocupación en torno a los efectos de la prisión preventiva oficiosa no solo ha llevado a inquietantes extremos en cuanto a la posibilidad de desconocimiento de uno de los más sólidos sustentos del sistema constitucional —como es el principio de la soberanía popular— derivada de la peligrosa inclinación de algunos ministros a considerar que la Constitución deba someterse al contenido de los tratados internacionales, en lugar de sostener el principio de Supremacía Constitucional según el cual son los tratados, como lo señala claramente el artículo 133, los que deben ceñirse al texto de la Constitución. En todo caso, si existen razones para modificar el régimen de la prisión preventiva, tal cambio correspondería al Poder Constituyente Permanente que tiene la función de atender a las necesidades políticas, económicas, sociales y culturales que debe reflejar el texto de la Norma Suprema.
Pero al margen de esta delicada cuestión constitucional, ese Poder Reformador debe enfrentar el verdadero problema que representa la adopción de un sistema penal modificado al gusto de las corrientes intervencionistas que operaron sobre todos los países latinoamericanos para introducir conceptos y prácticas provenientes del procedimiento penal estadounidense, los cuales no han producido resultados positivos. Persisten graves anomalías como la sobrepoblación carcelaria que no se resolverá cambiando las reglas de la prisión preventiva. Esta no es la causa del incremento en el número de reclusos, ya que en todo caso la cantidad de personas sujetas a esta prisión no está indisolublemente ligada a que en determinados delitos se aplique de manera oficiosa, puesto que la impuesta discrecionalmente por los jueces puede igualmente llevar a muchas personas a la cárcel, aunque su proceso pudiera conducirse en libertad. Como es sabido esta circunstancia deriva, no de las razones que condujeron a la autoridad judicial a imponer dicha privación de la libertad, sino a la falta de capacidad económica para conseguir salir libre bajo caución.
Por otra parte, un efecto amplificado de la prisión preventiva tiene su causa, como lo reconocieron los propios ministros, en la disminución del estándar probatorio introducido en el nuevo sistema penal para sujetar a una persona a proceso. De este modo, la prisión preventiva, oficiosa o no, se puede imponer con menos elementos disponibles para precisar una acusación, aumentando el riesgo de que alguien “presuntamente inocente” sea tratado anticipadamente como culpable. La etapa de investigación que se prolonga sobre el proceso ya iniciado y en la cual participa el juez, ha resultado más inquisitoria que en el sistema anterior, al cual se ha atribuido, erróneamente, esa característica. Ahora es más cierto que se detiene para investigar y no a la inversa, con la agravante de poder acudir al arraigo, método más injusto para privar a alguien de la libertad, que la propia prisión preventiva. Este rasgo del sistema actual lo ha convertido, en la práctica, en menos garantista que aquel al que sustituyó. Basta como prueba la evolución de la forma de otorgar la libertad bajo caución, que precisamente tiende a limitar el empleo de la prisión preventiva.
El texto original de la fracción I del artículo 20 constitucional dedicado a enumerar las garantías de que debía gozar todo acusado decía concisamente: “Inmediatamente que lo solicite será puesto en libertad, bajo de fianza hasta de diez mil pesos, según sus circunstancias personales y la gravedad del delito que se le impute, siempre que dicho delito no merezca ser castigado con una pena mayor de cinco años de prisión y sin más requisitos que poner la suma de dinero respectiva a disposición de la autoridad, u otorgar caución hipotecaria o personal bastante para asegurarla.” El texto era perfectamente entendible, aunque sus términos a la luz de la doctrina penal actual, sean imprecisos; pero un precepto constitucional no tiene por qué ser un dechado de precisión técnica, sino permitir su comprensión por el público en general. Ya los abogados se encargarán de interpretar y desarrollar su contenido en la legislación y en el foro. El caso es que se fijaban dos criterios objetivos: la dimensión de la pena aplicable y el monto máximo de la caución, dejándose al juez valorar las circunstancias personales del procesado y la gravedad del delito imputado para determinar el monto de la caución, especificándose que podría otorgarse en efectivo o por medio de fianza o garantía hipotecaria y obligando a la autoridad a actuar de manera inmediata, es decir sin dilaciones.
La primera reforma a esa disposición se introdujo en 1948, pero a ella y a la evolución sucesiva me referiré en la entrega de la próxima semana.