El paro judicial
Gabriel Reyes Orona
En un país en el que más de la mitad de la población es pobre, o tiende a serlo, el mandato popular debe interpretarse con mucho cuidado, pero, sobre todo, con honestidad intelectual y política. El mensaje es claro, la población quiere que se continúe completando el gasto de las familias con cargo a desordenados subsidios. Lo cual, no autoriza a pensar que los votantes mandataron el que se haga un saqueo, permanente e irresponsable, de las arcas públicas. Lo único que impulsó el llenado de las urnas fue el mantener en el poder a una opción que promete repartir, sesgada e interesadamente, los fondos públicos.
El electorado mexicano se ha caracterizado por tomar malas decisiones por más de 200 años, empezando, por las 11 veces que optó por López de Santa Anna, pasando por el mandato dado a Echeverría y a López Portillo, para después llegar a 36 años de neoliberalismo. Hoy, apenas refrendó un modelo que no ha acabado de rendir cuentas, pero que, claramente, es el menos exitoso, en materia económica y financiera, en los últimos 100 años.
Concluir que, a partir de un proceso comicial, el pueblo mexicano ha otorgado mandato para que continúe el saqueo en Pemex, la CFE o Segalmex, es un abuso discursivo que no soporta el más elemental análisis lógico. Es sacar conclusiones, a partir de la irreflexiva decisión de mantener en el poder a un gobierno pródigo, el cual, tras acabar con lo acumulado en el tesoro público en siete décadas, se ha determinado a desfondar toda reserva o fideicomiso destinado a sufragar compromisos a cargo de la administración pública.
Propalar la idea de que son 36 millones de votos los que quieren cambiar el modelo judicial, arranca decisiones que no estuvieron en la boleta, por más que se pretenda asumir que las masas quieren y aceptan lo que no conocen, ni entienden, como lo es la aberrante idea de elegir jueces, magistrados y ministros.
De haber sido así, tendríamos que abolir las consultas populares y la revocación de mandato, ya que en las urnas se habría entregado, por seis años, la capacidad omnipotente para tomar decisiones en cualquier orden y ámbito. Esto es, se postula que al elegir funcionarios, se renuncia a todo valladar en contra de la arbitraria acción de éste, sea presidente, diputado o senador. Sería llevar la representatividad recibida en las urnas a una ilimitada subrogación de la soberanía, sería abdicar a la originaria decisión constituyente de vivir en una república, así como de contar con el único mecanismo que permite a los ciudadanos gozar de garantías y derechos fundamentales, sí, prescindir de una fuerte y vigorosa división de poderes.
Los números y porcentajes registrados son producto del hambre, de la necesidad y de la miseria, en las que el sistema de partidos ha mantenido a los mexicanos, ilógicamente, proveyendo las condiciones que permiten a los responsables conservar el poder. Pero los ciudadanos no articularon el pasado 2 de junio una asamblea constituyente, sino un contingente que se volcó a ellas sumido en el difícil entorno de las carencias, optando por una puerta falsa, sí, por el cortoplacista esquema de seguir desfondando frenéticamente el Erario, bajo la promesa de que se repartirá entre quienes no encuentran trabajo, carecen de instrucción profesional o técnica, o que, simplemente, llegan con dificultad al fin de la quincena.
En su insano bolchevismo, el presidente pretende dar cuenta de una decisión colectiva, consciente y, alegadamente, producto de un nuevo pacto social, cuando no existe tal. Ningún votante llegó a la urna bajo el concertado objetivo de darle al partido oficial la capacidad de derruir el documento fundacional, menos aún, concurrieron los votantes a ella tras haber analizado, serena y colectivamente, los desfiguros que hoy se apresta a aprobar el congreso. El resultante de la jornada no fue sino el producto de una estampida, ávida de seguir recibiendo estipendios. Como él dice, a los bolsillos de todos esos electores, llegó, al menos, uno de los programas del plan nacional de compra y cooptación del voto.
La composición de la próxima legislatura es una desafortunada coyuntura, una manipulada circunstancia, y no el producto de una ponderada decisión colectiva de los gobernados. Se trata de una cuarta parte de la población, con apoyo en la cual, a mansalva, sus experimentados manipuladores quieren dar marcha atrás al acuerdo fundacional, de manera grave y drástica.
A partir de la construcción de un muy deficiente aparato legislativo electoral, obra de legisladores y auxiliares sin pericia en materia jurídica, se pretende vulnerar la Constitución en su más elemental y básico objetivo, que no es otro, sino el señalar los límites que tiene quien detenta el poder, y el establecimiento las reglas básicas para que los poderes operen y funcionen en favor del ciudadano.
Suplantar los sesudos esfuerzos de un poder constituyente que, a golpes, balazos y mucha sangre aprendió, en dos conflagraciones civiles, cuáles son los mínimos y máximos que puede contener una Carta Fundamental, es no entender el alcance y propósito de los procesos electorales. Es desaparecer la condición ejecutiva de un poder, para tornarle en ejecutor. No, no fue el 2 de junio un referéndum constitucional, aunque la muy cuestionable integración del poder legislativo dé para deformar y anular el orden constitucional.
El falso mandato que hoy se dice tener implica reestructurar el poder público, abusando del apartado dogmático del instrumento fundacional para ponerlo en contra de los ciudadanos, al establecer casos genéricos que permiten draconianamente encarcelarles, simplemente por oponerse al capricho de quien se sienta en la silla. La propuesta es pervertir en grado extremo la Constitución, para que ésta sirva a quien debe de servir, sometiendo a quien le puso en el poder. Es precarizar los derechos fundamentales, para armar un trabuco autocrático.
No, eso no estuvo a discusión en la elección federal, se quiere abusar de ella, para arrogarse la función de un poder constituyente. Lamentablemente, ante la inopia, ignorancia e incompetencia del orden internacional protector de los derechos del ciudadano, la Constitución ahora se usa para fincar el poder ilimitado de quien gobierna. La OEA y todos esos insulsos mecanismos que, a cambio de generosas cuotas, guardan silencio, sirven sólo para cobijar a exóticos personajes que juegan a la diplomacia, pero que nada han hecho por hacer valer el ius cogens. Las reformas constitucionales, pueden ser contrarias al orden constitucional, aunque aún haya políticos que, asumiendo ser grandes constitucionalistas, fueron incapaces de entenderlo. Esos farsantes “señores constitución” que, cobijados en el voto popular, poco a poco, fueron tergiversando el ordenamiento jurídico, convirtiéndolo en medio y camino para acabar con el pacto postrevolucionario, llevan mucho de responsabilidad.
El peligroso juego de mayorías que juegan los políticos, de todos los colores, nos ha llevado hasta el punto de que simples legisladores, que muy, muy lejos están de tener las capacidades para integrar un constituyente, pueden desarmar el andamiaje construido tras duros procesos de confrontación armada. El oportunismo de quienes han vivido del sistema de partidos, pasando de unos a otros, cambiando principios y valores de manera cínica y perversa, nos ha traído a un cruce de caminos, en el que un poder judicial sumiso, sometido y arrodillado ante aquel que sólo debiera cumplir, y hacer cumplir la ley, se presenta como la única vía que permite alcanzar las metas que, por incompetencia, no se alcanzaron en un sexenio.
En su aberrante disputa por el poder, no han caído en cuenta de que pasarán de perder, cada día más, el poder efectivo sobre el territorio, a entregar el poder de decir el derecho al crimen organizado. Su vana y grotesca vanidad, les hace pensar que será la divisa oficial la que llevará a sus incondicionales a controlar el orden jurisdiccional, cuando lo único que hacen es postular un mecanismo en el que dejarán de ser útiles a los carteles que los han llevado a ocupar cargos y puestos oficiales, los que ahora, se apoderarán de la última palabra. El propuesto aquelarre para impartir justicia, particularmente, la penal, convocará a los peores intereses, invitando a comprarla. Las elecciones se ganan con campañas, y éstas, se hacen con dinero, sea sucio o limpio, ¿o no?
La independencia judicial es lo que nos protege de la barbarie, estulticia e incapacidad técnica que prevalece en las cámaras, en las que sólo vemos lo bajo que puede caer todo aquel que se hace de un fuero, y cómo puede vivir décadas opulentamente de saliva. El problema del país no está, ni nunca ha estado, en las leyes, sino en la mala aplicación de éstas. El poder judicial está mal, cierto, pero la propuesta es empeorarlo, destruirlo, privándole de su más esencial función que es la que marcaron los padres de la patria. Ya no será más guardián de la Constitución, ya no será quien vele y proteja al ciudadano en contra del poder autoritario, será ahora, vulgar, rastrero y vil implementador de una postura política ramplona a la que se le denomina “transformación”, que no es sino la creación de un tinglado para mantenerse a toda costa en el poder. Nadie votó eso.
Ya no es Norma Piña, quien hace rato perdió la rienda, hoy, es la necedad política la que ha desbocado un poder, revelando y exponiendo crudamente el bajo cuño y despreciable talante del sistema de partidos, poniendo en cueros a una clase política que, a pesar de que falla cada seis años, insiste en aferrarse al poder repartiendo culpas, haciendo malabares con la paz y tranquilidad de los mexicanos.
Nos guste o no, llegamos al borde del desfiladero. Las próximas semanas seremos blanco de la más voraz especulación internacional, seremos la burla de los países desarrollados, financiera y tecnológicamente, y veremos cómo, tras un nuevo episodio de inestabilidad financiera, promovida por intereses que verán en la rebatinga política la oportunidad de medrar, nos volverán a imponer, desde fuera, condiciones para sacarnos del hoyo en el que nos colocará la suicida propuesta para deformar, a modo, el poder judicial, que es el único que, hasta ahora, no viste el color de la sangre amoratada.
Por ello, si bien es cierto, jueces, magistrados y ministros defienden con el paro el derecho propio, así como el bien ganado a sus haberes de previsión social y de retiro, al hacerlo, defienden no sólo la encomiable carrera judicial, a la que, por décadas, han decidido entregarse, también, queriéndolo, o no, abanderan la imparcialidad, la equidad e independencia, que en un estado de derecho se espera de ellos. Así es, su lucha, es la de todos.
A la presidenta electa habrá que recordarle lo que decía un viejo político, no hay que sudar calenturas ajenas. La medieval ocurrencia lo es. Habrá que preguntarle si ha decidido empezar, poniendo fin a su gestión, al colocar una pesada losa sobre ella, es decir, haciendo suyo un lance que no es propio, y que sólo le traerá un país invertebrado, en el que le han dicho, erradamente, que tomará el control de todas las decisiones, cuando, lo real, es que será presa de cientos o miles de procesos electivos en los que será imposible preservar la independencia de los jueces, quienes ahora, responderán a un enorme mosaico de agendas regionales, económicas y hasta de impunidad para el crimen organizado.