¿Y si se declara inconstitucional la reforma al poder judicial?
Ricardo de la Peña
Se asigna al gran poeta francés Charles Baudelaire la frase de que “en la declaración de los derechos del hombre se olvidaron de incluir el derecho a contradecirse”, aunque tal vez esta atribución sea apócrifa, pues también se le concede su autoría al jurista estadounidense Oliver W. Holmes Jr., quien presidiera de manera interina la Corte Suprema de su país a principios de 1930. Bueno, en todo caso lo que vendría a cuento es que algunos echan mano regularmente de este derecho no estipulado. Así, la reforma constitucional al Poder Judicial recientemente aprobada y que entró en vigor de inmediato, no repara en las contradicciones que supone que se defina una mayoría de seis votos para resoluciones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), aunque su reducción a nueve integrantes se posponga por casi un año —lo que malamente se intenta reparar con la reforma a las leyes electorales secundarias, que nunca estarán por encima de la Carta Magna—, ni de que existan dos procedimientos constitucionales para la elección de la Presidencia de este órgano (artículos 94 y 97), ni que la propuesta de una nueva reforma para quitar a esta Corte la facultad de analizar reformas constitucionales supone que actualmente ello es posible, aunque se le niegue reiteradamente dicha competencia. Pero, claro, es derecho humano contradecirse y posibilidad abierta corregir las discrepancias, sea de la manera que sea que ello se logre.
La inconstitucionalidad de la reforma
Al parecer de la mayoría de los juristas es un hecho que en México la SCJN no puede declarar inconstitucional una reforma del Poder Reformador a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, ya que la propia Constitución es norma suprema del sistema jurídico mexicano y no existe otra para compararla o invalidarla. Sin embargo, la SCJN puede intervenir indirectamente en casos de violación al procedimiento de reforma, revisando si el proceso legislativo de modificación fue realizado conforme a los procedimientos establecidos en la propia Constitución, por lo que si se demuestra que un proceso de reforma fue irregular, se podría invalidar por vicios de procedimiento, aunque no se podría hacer lo mismo por su contenido.
Además, se puede invalidar una reforma para proteger los derechos humanos consagrados en tratados internacionales, los que conforme la misma Carta Magna no pueden ser restringidos ni suspendidos salvo en condiciones previstas en la propia Constitución, por lo que si una reforma es percibida como contraria a los derechos humanos o a los tratados internacionales, puede haber un cuestionamiento jurídico. Si la invalidez se declarara por violación a los derechos humanos en un control de convencionalidad, esta resolución permitiría además que los jueces no aplicaran las normas que sean consideradas como violatorias a tratados internacionales.
Si la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) invalida una reforma a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, las consecuencias formales son significativas, pues de inmediato la reforma sería considerada nula y sin efectos jurídicos: sería como si nunca hubiera sido aprobada, por lo que se retrocede al texto constitucional vigente antes de la reforma. Empero, existiría la posibilidad de que, si el Poder Reformador desea continuar con la reforma, se repusiera completamente el proceso, siguiendo el procedimiento constitucional correcto para subsanar los vicios detectados.
Impacto de declarar inconstitucional la reforma
Una decisión de la SCJN que invalide una reforma constitucional por vicios de procedimiento o por violaciones de derechos humanos puede sentar un precedente importante. Aunque la SCJN no puede legislar, sus decisiones en casos de control constitucional tienen efectos normativos de gran peso, y debieran supuestamente ser atendidas por los órganos legislativos. Sin embargo, la invalidez de una reforma constitucional puede generar tensiones entre los poderes del Estado, provocando disputas que debieran en todo caso resolverse en el marco de la ley, asegurándose la supremacía del orden constitucional y los derechos humanos.
Si los Poderes Ejecutivo y Legislativo de la Federación no acatan una decisión de la SCJN que invalida una reforma a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos por vicios de procedimiento, se generaría una grave crisis constitucional. Esto tendría importantes consecuencias jurídicas, políticas e institucionales, puesto que se entiende que una sentencia emitida por la SCJN es obligatoria para todos los poderes y autoridades, conforme al principio de supremacía constitucional establecido en el artículo 133 de la Constitución.
El incumplimiento de una decisión de la Corte sería luego un acto de desacato por parte de los Poderes Ejecutivo y Legislativo, por lo que se activarían mecanismos de responsabilidad jurídica que conllevan sanciones legales, que no serían de fácil imposición a las autoridades involucradas. Sin embargo, a pesar de que los poderes Ejecutivo y Legislativo no acataran la decisión de la SCJN, los jueces y tribunales inferiores tendrían el deber de no aplicar la reforma en cuestión, lo que debilitaría la implementación de la reforma en la práctica y generaría la existencia de un doble orden normativo: aquel reconocido por legisladores y ejecutores, y el asumido por los juzgadores como válido.
Consecuencias de un desacato a la Corte
Si los poderes Ejecutivo y Legislativo decidieran no acatar la decisión de la SCJN, se generaría una tensión institucional que podría derivar entonces en una crisis política. Esto minaría la confianza pública en las instituciones y en el sistema de justicia, dado que si los poderes no se sujetan a las decisiones judiciales se impondría un escenario de anarquía jurídica, donde las normas se aplicaran de manera discrecional.
La no observancia de una sentencia de la SCJN por parte de los otros poderes del Estado es una violación al principio de división de poderes y pondría en riesgo el Estado de Derecho. Formalmente, la Constitución establece que todos los órganos del poder público están subordinados a la norma suprema, y la SCJN es el árbitro final en conflictos constitucionales. Pero, ante un desacato, la única presión realmente posible sería la que eventualmente podría ejercerse a través de organismos internacionales que intervinieran para emitir recomendaciones o incluso condenas al Estado mexicano, pero eso llevaría tanto tiempo que sería inoperante para cualquier fin práctico.
Así, la negativa a acatar una decisión de la SCJN podría teóricamente generar un costo político significativo para el gobierno y el partido mayoritario. La sociedad civil, los medios de comunicación y la oposición política podrían ejercer presión para que los poderes respeten la decisión de la Corte, pudiendo dar lugar a una crisis de legitimidad para el gobierno en turno. Empero, la laxitud con la que las personas que apoyan y legitiman a la actual mayoría gobernante han respondido a violaciones a leyes y abusos por parte de quienes gobiernan, la actitud panegiristas de muchos medios de comunicación hacia las autoridades y la escasa fuerza presente de las oposiciones partidarias hace pensar que poco, muy poco, pudiera hacerse realmente para contraponerse al desacato.
Esta carencia de un espacio público que respalde una revocación de la reforma al Poder Judicial desde el máximo órgano del propio Poder Judicial hace dudar de la voluntad de quienes conforman la Suprema Corte de avanzar cabalmente por la ruta de declarar inconstitucional esta reforma. Pero poco ha de vivir aquel que no vea de lo que fue capaz la Corte a fin de cuentas. Y si bien el refrán dice que la esperanza muere al último, ya el filósofo alemán Friedrich Nietzsche advirtió en su obra “Humano, demasiado humano”, de 1878, que “la esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre”.
Sobre la reforma en el órgano electoral
Es lamentabilísimo que los legisladores de la mayoría, aprovechando la reforma para adecuar las leyes secundarias a las nuevas normas constitucionales en materia de elecciones judiciales y encubriendo como algo menor lo que resulta sustancial, hayan colado un cambio en el procedimiento de elección de responsables de las direcciones ejecutivas y unidades técnicas del Instituto Nacional Electoral (INE). Esta modificación supone la ruptura con la lógica de gobierno colegiado del órgano, dando paso a una estructura vertical donde la Presidencia tiene todo el poder para imponer al funcionariado relevante para conducir los trabajos de la institución, quienes realmente dirigen los trabajos cotidianos del Instituto.
Es verdad que el modelo de elección por mayoría calificada de quienes ocupan consejerías se había topado con imposibilidades para la toma de decisiones, ante la fractura existente entre quienes debían decidir. Pero también es verdad que bien se pudo dar paso a un procedimiento donde lo que se reclamara para los nombramientos en cuestión fuera solamente una mayoría simple, lo que hubiera facilitado la elección de quienes colaborarán en funciones directivas en el órgano electoral y les hubiera dotado de una legitimidad y respaldo mayoritario de las consejerías que, si bien sería menor a la antes reclamada, hoy estará ausente en las designaciones que se realicen desde la Presidencia del organismo, que no podrá demostrar la existencia de un consenso básico a sus decisiones.
Esta carencia de legitimidad bien pudiera parecer un asunto interno y de escasa relevancia para el actuar del Instituto y la persistencia de un esquema democrático en el país. Sin embargo, habría que considerar que la reforma atiende no sólo a las cabezas de una estructura burocrática, sino a posiciones de operación con incidencia directa y trascendente en las elecciones, como es el registro nacional electoral y las áreas responsables de la organización y capacitación del personal que realiza los trabajos que posibilitan la celebración de los comicios.
Ya se sabe que en la política el hubiera no existe, mas resultará contraproducente quitar legitimidad a las cabezas de las direcciones ejecutivas y unidades técnicas de una institución que por su naturaleza demanda una solidez que se obtiene no sólo por el cumplimiento de las funciones asignadas, sino también y en mucho por la legitimidad en los procedimientos de designación de los responsables. Ahora el problema se trasladará no al nombramiento de quienes encabecen las posiciones operativas, sino al tratamiento que podrán darles quienes integran e integren el Consejo General. La actitud de colaboración y entendimiento, que a veces rayaba francamente en el contubernio entre responsables de comisiones y titulares de las áreas, podrá pasar a una lógica de cuestionamiento y reclamo sistemático, que poco contribuiría al logro de los compromisos institucionales.
Con información e la Silla Rota