Culiacán: Las narco casas

En la guerra que libran dos facciones armadas la quema de casas -viviendas, residencias, o bunker familiares- restaurantes e incluso un hotel cobró carta de naturalización en Culiacán. El incendio y el grafitear con siglas de identificación paredes, puertas y portones, ya es común y se registra casi a diario. La hipótesis de las autoridades federales en torno a las conflagraciones es que se trata de inmuebles que son o fueron habitadas por personas vinculadas al crimen, de uno u otro grupo.

Aquí, en esta parte del artículo del Doctor en Urbanismo por la UNAM, Eloy Méndez Sáinz, que publicó con título “De anti-lugares, o la difusión de la narcoarquitectura en Culiacán”, se explora la relación entre la arquitectura y el narcotráfico en Culiacán y se analiza cómo el desarrollo del narcotráfico impacta en las diferentes esferas de la vida social. También se ilustra la evolución del diseño narco, desde el cubo módulo básico cristalizado en la tumba hasta la residencia.

La casa narco responde a prácticas de representación concretas. Debido a las volubles condiciones en torno a su actividad, a la inserción en la sociedad receptora y al abanico de opciones disponibles en la arquitectura prevaleciente, las propuestas son cambiantes, agrupadas en dos respuestas generales, las que enfatizan la presencia del propietario y las que contribuyen a hacerlo invisible. Basadas en arquitectura ordinaria, despliegan sus artificios según los valores preeminentes de la seguridad y el placer. Ha habido al menos tres momentos diferentes de la casa narco con sus manifestaciones consecuentes. En los años de la posguerra confluyen: a) el auge agrícola de Sinaloa y el Noroeste mexicanos; b) el desarrollo agroindustrial; y c) el movimiento moderno de la arquitectura. Este primer momento abriga a la elite de los narcos inmigrantes en las residencias modernas. La intrusión en colonias burguesas apareció como una sucesión silenciosa en la que unas fortunas y vecinos eran sustituidos por otros, mientras los cascarones residenciales se mantuvieron. Unos y otros aspiraron y coexistieron con elementos estéticos asociados a la modernidad urbana y los países centrales. En ese sentido, no se introdujeron cambios en el estilo de vida predominante, ni alteraciones importantes de las formas de convivencia. El segundo momento abarca las dos últimas décadas del siglo XX y el primer lustro del XXI. Los factores anteriores se anudan a nivel local, pero con nuevas características: a) declive y abandono de la política de sustitución de importaciones; b) lo que refuerza la terciarización de Culiacán; y c) emergencia de múltiples tendencias arquitectónicas. El paisaje adquirió los rasgos de la metropolización cristalizada en aglomeraciones dispersas (Horacio Roldán, 2006). Ahora los narcos tienen organizaciones verticales de varios niveles con la figura de cártel, su vecindad es evitada por los nuevos ricos y clases medias que colonizan grandes franjas en exclusiva. Desde luego, esta figura urbanística del condominio es permeada por los narcotraficantes, quienes aprovechan el incremento extraordinario de sus ingresos en auto-representaciones estentóreas aparte de los conjuntos cerrados. Esta difusión ha sido escandalosa, obra nueva que se contrapone vigorosa al lenguaje del movimiento moderno ya deslavado, marca un nuevo estilo de vida y crea cantidad de interferencias en el tejido social, imponiéndose sin compartir en los lugares predispuestos.

1-APUNTE RESIDENCIA

El tercer momento es el lustro más reciente, distintivo por el combate frontal al narcotráfico. Los factores que confluyen en éste son los mismos del momento anterior, cuya cristalización se ha profundizado, sólo se ha agregado una situación de emergencia debido a la confrontación inter-cárteles y la persecución de policías y fuerzas armadas. Ante el acoso, las casonas –muchas en proceso de construcción– han sido abandonadas de súbito y ofrecen un paisaje desolado en tanto el narco se ha replegado, ocultado y disimulado. El abandono del exhibicionismo como disposición en escena del éxito individual, con la búsqueda simultánea del reconocimiento social de una posición distinguida sin menoscabo de recursos, tiene como relevo congruente el debilitamiento de las manifestaciones expresivas al grado de convertirse en componente inocuo del sitio. Pero la irrelevancia visual no impide que éste sea un foco de tensión y por lo mismo interfiera cualquier recreación que haga lugar. Los dispositivos del estilo de vida de lujo y placer instrumentados en artificios domésticos se han introvertido, desplazados al interior discreto, a la vez que se han enfatizado los subterfugios de seguridad para hacer invisible la presencia, vigilancia y escape de residentes.

La experiencia más prolífica en prácticas expresivas es la más interesante. Indica la extroversión de individuos relacionados por sus actividades, lealtades y complicidades en agrupaciones que consiguieron las condiciones necesarias para manifestar su identidad –acentuando las diferencias del grupo ante los vecinos–. Tanto la acumulación dineraria instantánea como la incertidumbre de su goce a largo plazo repercutieron en la inversión y construcción compulsivas, propiciatorias de la edificación por agregados en extensión y decoración. Siendo la primera generación urbana, ha construido sobre proyectos acabados que, como en los pueblos de la sierra, crecen con adiciones, exhiben miedo al vacío, consumo sin tope y la expectativa de la muerte que no acaba de llegar: premura de hacerse un lugar entre los vivos. La casa narco es la manifestación simbólica de una actitud ante la muerte. Es su singularidad en el contexto urbano. Una derivación directa es la arquitectura funeraria, que va del pequeño nicho, oratorio o capillita a la capilla y el templo, con frecuencia a la orilla de carreteras y caminos, presentes en banquetas, plazas y camellones. Realizaciones para señalar el sitio de la muerte violenta de personas asociadas al narco, marcan el territorio inspiradas en el mito de Malverde, cuyo cadáver abandonado a la intemperie pasó de montículo testimonial a capilla. La mayor representación social de este género lo constituye el panteón Jardines del Humaya en las afueras de la ciudad, donde se erigen “las últimas mansiones”.

JARDINES HUMAYA

Componente material del ritual funerario, la tumba contribuye al afán humano de “retener lo efímero y lo fugitivo”, o construir para permanecer. La muerte es dotada de sentido en el intercambio simbólico, cuando es dada y recibida, de ahí que se torne asunto de grupo cuando es violenta, lo más cercano al sacrificio primitivo. La disyunción vida-muerte genera en la realidad de los vivos el imaginario de la muerte, una oposición de extremos excluyentes que es posible disolver sólo en términos simbólicos. Esta arquitectura es soporte simbólico o representación de una determinada representación del ritual funerario cuyo significado compartido produce formas reconocibles porque es justo lo que se pretende con ellas: sólo representar, por ello debe quedar claro cuál es la forma convenida para hacer legible tal fin. La mediación simbólica borra los linderos de lo real y lo no-real. La tumba narco se retrae hacia la dimensión primigenia del símbolo arquitectónico, como la columna o el obelisco. “El objetivo principal de las construcciones de este tipo [simbólico] consiste, pues, en servir de centro de reunión para un pueblo o pueblos, y a este objetivo puede añadirse el de mostrar, a través de la forma dada al edificio, lo que constituye el lazo que une a los hombres, a saber, las representaciones religiosas de los pueblos”. Y así es, a pesar de que las tumbas son expresiones alegóricas, no dejan de ser representaciones de un arquetipo de templo parroquial manufacturado en la Colonia española. La obra fúnebre va más allá del monumento testimonial, es una suerte de casa-sarcófago-templo primitivo que queda como espacio celebratorio de la familia y el grupo que así simbolizan el retorno a los orígenes serranos ancestrales, ritual reafirmado en la fiesta, “Ya tengo lista la tumba/ para cuando yo me muera […] Para cuando yo me muera/ al panteón me llevan flores./ En el panteón de mi pueblo/ hay una tumba vacía/ esperando a que yo muera,/ será cuando Dios decida,/ mientras tanto yo le sigo/ dándole gusto a la vida” (La tumba, grupo Exterminador).

*Publicado originalmente en URBS 2(2), número especial sobre Arte, ciudad y territorio.

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