La normalización del horror
Javier Sicilia
El espantoso asesinato de los cinco jóvenes de Lagos de Moreno, que circuló por las redes sociales, suscitó una reacción que hacía mucho no veíamos, la indignación. Fuera de López Obrador, un hombre cuya oscuridad y complicidad con el crimen es tan densa como la de un sicario, pocos dejaron de reaccionar con la fuerza del sobrecogimiento y la rabia. Por desgracia, pasados unos días, aquella reacción humana y saludable fue desplazada por la frivolidad de las campañas y lo intolerable volvió a ser parte de la normalidad.
Desde hace casi veinte años, esos crímenes no han dejado de sucederse y desde hace casi veinte años vamos aceptándolos. Sólo cuando uno de ellos, como el de los jóvenes de Lagos de Moreno, escapa a la abstracción de las cifras y vemos su inhumana crueldad, la indignación nos saca del letargo. Pero, la indignación dura cada vez menos y cada vez menos la sociedad es capaz de movilizarse para intentar detener el horror.
Hace más de 12 años, un crimen semejante, el de mi hijo Juan Francisco y seis de sus amigos en Morelos, movilizó a la sociedad, creó un gran movimiento de víctimas, sentó públicamente a los gobernantes a dar cuenta de ellos y creó la Ley General de Atención a Víctimas y su órgano ejecutivo. Tres años después la desaparición de los 43 jóvenes en Ayotzinapa volvió a sacar a la sociedad a la calle y creó la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas. Ambas, por desgracias, destrozadas y vueltas inoperantes por el Estado.
El crimen de Lagos de Moreno sólo movilizó a mil personas y la indignación duró unos cuantos días. Lo mismo sucedió con la masacre de mujeres y niños de la comunidad LeBarón en 2019. Nos vamos acostumbrando al infierno. Lo digerimos cada vez más rápido ocultando su horror bajo capas de tierra mediática e ideología barata.
No sé si México sea una dictadura. El tipo que nos gobierna y su partido tienen sesgos de esa naturaleza. Lo que, sin embargo, sé es que, desde Calderón hasta López Obrador, México parece un campo de concentración cuyo centro está en todas partes. Semejante a los Lager, el nuestro no sólo está destinado a producir muerte y horror, sino a normalizarlas.
En Lo que queda de Auschwitz, la tercera parte de su obra filosófica Homo sacer, Giorgio Agamben reproduce el testimonio de Micloz Nilsy, recogido por Primo Levi en Si esto es un hombre.
Nilsy era uno de los sobrevivientes del último Sonderkommando, Unidad Especial, integrada por prisioneros que se encargaban de gestionar los hornos crematorios, y a quienes los nazis asesinaban después para borrar cualquier testimonio. Lo que Nylsi relata es un partido de futbol entre los SS y el Soderkommando. Al encuentro asistieron “soldados de los SS y lo que quedaba de la Unidad Especial: mostraban sus preferencias, aplaudían, animaban a los jugadores como si, en lugar de a las puertas del infierno, el partido se llevara a cabo en el campo de un pueblo.”
Ese partido, que podría parecer “una breve pausa de humanidad en medio del horror infinito”, en realidad era la expresión del envilecimiento extremo, del horror inconcebible. No sólo porque que se jugaba “a las puertas del infierno” entre víctimas y victimarios, sino por su aparente “normalidad”. Aquella simple “cascara” era la naturalización del infierno.
Podría pensarse que eso terminó con Auschwitz. Pero en realidad, ese partido “se repite en cada uno de los partidos de nuestros estadios, en cada trasmisión televisiva, en todas las formas de normalidad cotidiana. Si no llegamos a comprenderlo, si no logramos que termine, nunca habrá esperanza”.
México, lejos de haberlo comprendido, lo repite con más ahínco: se juega cada mañana en las conferencias del tipo que nos gobierna, en la frivolidad de las campañas electorales, donde la violencia y la justicia no forman parte de la inanidad de sus propuestas, y los partidos que las cobijan están capturados por el crimen; se juega en una ciudadanía que olvida rápidamente el infierno en el que vive y reduce la vida del país a la disputa por una democracia vacía, se juega en los medios de comunicación y en las redes sociales, donde los horrores tienen el mismo rango que la última ocurrencia de la mañanera, que el más reciente chisme de la farándula o que las ofertas del mercado y sus múltiples deseos.
La creación de Nyls es la intención del poder. Auschwitz, dice Agamben, no era, en el fondo, un campo de exterminio, sino de producción de gente que el argot carcelario del Lager llamaba Muselmänner: seres que, a fuerza de horror, se les despojaba de su capacidad de reacción ante la violencia y la muerte. Eran la expresión del “límite entre el hombre y el no-hombre”, la franja en donde lo humano y lo inhumano se encuentran.
Obedientes al poder, podían, como los Soderkommandos, convivir con el horror, indiferentes incluso a la muerte a la que estaban destinados, o deambular por el Lager sin reacciones vitales.
La psicología del Muselmänner se ha instalado en nosotros. Mientras no seamos capaces de entender que la función del poder –sea el político o el criminal o, como sucede en México, los dos en una inédita simbiosis– es llevarnos a normalizar el infierno; mientras no seamos capaces de detenerlo, no habrá esperanza.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.