El alto precio de incumplimiento

Sergio García Ramírez

Conocemos el resultado de las deliberaciones en el Senado de la República acerca de la ominosa reforma constitucional sobre la presencia de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública. La decisión de esta Cámara no resuelve el punto en definitiva. Persiste la posibilidad de que se negocie una reforma constitucional del mismo perfil, con el parecer favorable de la mayoría calificada de la Cámara de Senadores. En lo personal, he manifestado y reitero mi punto de vista adverso —con la mayor convicción-— al texto aprobado en la Cámara de Diputados por una dócil mayoría parlamentaria, aprobación que el Ejecutivo celebró con inquietante entusiasmo.

En estos días hemos presenciado un menoscabo constitucional que se agrega a las mermas en el acatamiento a la ley suprema  —y a sus valores y principios—  observados en el curso de varios años. Hoy me refiero a la adopción de modificaciones legales que incorporan a la Guardia Nacional en las filas de las Fuerzas Armadas (consagrando de jure una situación que ha existido de facto) y a la propuesta de cambios al artículo quinto transitorio del decreto de reforma constitucional de 2019, que extiende por varios años el desempeño de las Fuerzas Armadas en un ámbito que no es el suyo: la seguridad pública.

La reforma al precepto  constitucional transitorio  —un cambio de gran alcance—  fue aprobada en la Cámara de Diputados, que de esta suerte escribió una oscura página de la historia, y pasó a la de Senadores, donde se halla pendiente de reconsideración. Por otra parte, la inclusion de la Guardia Nacional en el Ejército, a través de una reforma legal flagrantemente inconstitucional, fue aprobada por el Poder Legislativo, ha sido publicada y entró en vigor. Resta la esperanza de que la Suprema Corte de Justicia se pronuncie en contra de esta vulneración a la ley suprema.

No se trata de temas novedosos. Vale la pena que los lectores  —y, en general, los ciudadanos— dirijan la atención hacia aquéllos y recuerden cómo se formó y qué destino se asignó a la Guardia Nacional. Es chocante manifestar: “se los dije”. Pero en este caso me tomaré la libertad de recordar que oportunamente dije lo que podría pasar si se abría el camino para el establecimiento de una Guardia Nacional militarizada, ignorando u olvidando a la policía ordinaria. Diré dónde y cuándo me referí a este asunto y en qué términos lo hice, aunque para ello deba reproducir aquí algunos textos publicados en 2019.

Cuando el gobierno en ciernes emitió el llamado Plan Nacional de Paz y Seguridad (2018), fundamento de reformas constitucionales promovidas y enarboladas por la nueva mayoría parlamentaria (con la inadvertencia y el asentimiento de las minorías del momento)  apareció mi libro “Seguridad y justicia penal. El difícil itinerario hacia un nuevo orden”. En esa obra, publicada por la Editorial Porrúa, expresé opiniones que reitero literalmente en este artículo, sin perjuicio de remitir a los lectores al comentario amplio que consta en aquélla.

En mi libro analicé  —y reproduzco hoy-— la “entusiasta propuesta” del Ejecutivo para reorientar las tareas de las Fuerzas Armadas hacia la seguridad pública, desviándolas de su misión constitucional tradicional,  y  constituir a la Guardia Nacional en instrumento esencial  —una panacea—  para garantizar la paz y la seguridad en nuestra sufrida República, acosada por la violencia y el crimen, como lo está ahora mismo. Durante varios años hemos podido observar los resultados de la promesa presidencial y de la opción aprobada en ese momento. El país entero conoce esos resultados.

Escribí entonces: “en mi concepto  —y en el otros observadores que han expresado públicamente su opinión—,  el más grave defecto de la reforma constitucional (de 2019) es haber olvidado o minimizado el papel de la policía  —la policía ordinaria—   en materia de seguridad pública y justicia penal”. Todo “el énfasis, todas las expectativas, todo el acento se han concentrado en  la Guardia Nacional (…) ignorando que la policía  —o las policías, puesto que son varias en nuestro país federal, cimentado en el municipio-—  son el agente natural y necesario, el que tiene mayor presencia territorial, el que se halla más a la mano de los ciudadanos en los asuntos cotidianos de la seguridad y la justicia” (página 53 del libro citado). Para serenar los ánimos ante semejante desacierto, en el curso del debate de 2019 se planteó “rescatar” a la policía, reorganizarla, mejorarla a fondo y restablecer su elevada misión como factor de seguridad. Han pasado varios años y esa redención no ha ocurrido, ni remotamente. Caímos, pues, en un rotundo incumplimiento, cuyo precio estamos pagando.

En el debate de entonces a propósito de la función de la Guardia Nacional y de las Fuerzas Armadas en materia de seguridad pública, hubo dos posiciones que desembocaron en un difícil (y desafortunado) consenso. Por una parte, se insistió en la necesidad de proteger con urgencia a la población asediada por el crimen, y en la idea de que esa seguridad requería, por lo pronto, la colaboración de las Fuerzas Armadas. Por otra parte, se alegó que la función policial es esencialmente civil, que la preparación y actuación de los organismos policiales difieren radicalmente de los que corresponden al Ejército, y que en todo caso la asistencia de éste en el ramo de la seguridad debía sujetarse al mando y la supervision de las autoridades civiles.

Al cabo de ese debate  —que tomaba en cuenta la mala actuación previa de las policías ordinarias—  se logró el consenso al que me referí, a contrapelo de las orientaciones naturales de la Constitución en un Estado de Derecho. El artículo quinto  transitorio del decreto de reforma constitucional de 2019 consideró la presencia militar en el ámbito de la seguridad por un período (revisable) de cinco años. Quedó entendido que en ese periodo el gobierno de la República haría todo lo que estuviera a su alcance para restablecer el orden natural del Estado de Derecho: seguridad pública a cargo de la policía civil.

Así las cosas, planteadas en un marco de contradicciones y conflictos aparentemente irremontables, se produjo el voto favorable a ese precepto transitorio. Recordemos de nuevo el texto preciso del ya famoso artículo quinto transitorio: durante los cinco años señalados por este precepto, “en tanto la Guardia Nacional desarrolla su estructura, capacidades e implantación territorial, el Presidente de la República podrá disponer de la Fuerza Armada permanente en tareas de seguridad pública de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria”.

La letra y el espíritu de la norma transitoria son obvios, incluso para una lectura superficial y apresurada: a) el plazo concedido servirá para asegurar la estructura, la capacidad y la implantación territorial de la Guardia Nacional; b) ésta no forma parte de la Fuerza Armada permanente (es decir, del Ejército y la Armada); y c) el Presidente podrá disponer del Ejército y la Armada solo de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria.

Por supuesto, quedaron en el aire las posiciones encontradas, sujetas a la “prueba del tiempo y de los hechos”. Escribí a este respecto: “¿Qué ocurrirá al cabo de esos cinco años? El parecer optimista sostiene que en el curso de ese plazo  —que no es necesario agotar—  las Fuerzas Armadas retornarán a sus cuarteles, dejando de cumplir funciones policiales; contaremos con una Guardia Nacional suficiente y competente para contener la ola criminal  —especialmente en sus manifestaciones más intensas—, y acaso tendremos una policía ordinaria con organización, eficiencia e integridad ‘razonables’, que cubra su encomienda a lo largo y ancho de la República. Que así sea” (página 83 de la misma obra citada). Pero no ha sido así. No se han cumplido las expectativas. Hemos perdido varios años y hoy resurge el problema y pagamos el alto precio del incumplimiento de los deberes y las expectativas que entonces asumimos.

Ahora bien, esta cadena de debates, enfrentamientos, desaciertos y abandonos de la palabra empeñada no se aislan en el tema de la seguridad pública, que ya sería mucho. Ha provocado discordias en otros espacios, en los que se dirime el futuro del país, su destino democrático, el porvenir de los mexicanos. En efecto, la reconsideración del tema en el Congreso de la Unión cobró un elevado precio en perjuicio del proyecto de aliar a las fuerzas políticas democráticas  —junto a la sociedad civil— para hacer frente a las manifiestas intenciones autoritarias, antidemocráticas, que campean en el gobierno de la República y pretenden concentrar el poder politico, arraigando un regimen adverso al desarrollo del país y a los derechos y libertades de los ciudadanos. He aquí otro elevado precio que estamos pagando por el incumplimiento de la palabra empeñada.

Por supuesto, no hemos llegado al final de la historia. Siempre habrá la posibilidad   —cada vez más difícil, es obvio—  de volver sobre nuestros pasos, rectificar los errores cometidos, recuperar el rumbo extraviado, rescatar el destino prometido. Lo digo porque existe esa posibilidad, aunque no parezca existir esa probabilidad. Y también lo digo porque no quiero cerrar este artículo con una conclusión que condene el proceso democrático y la corrección histórica.

Me empeño en mantener viva la esperanza de que podamos enmendar la marcha, como lo hemos hecho en varias etapas de la vida del país, y volver al cauce que adoptamos en otros días, con mejor ánimo democrático y más altas expectativas. No me resigno a dejar  que me abandone la esperanza. Confío en el instinto, la perspicacia, la sensatez del pueblo de México, mejor equipado que sus representantes. Amén.

Siempre

También te podría gustar...