El maíz transgénico: La abjuración de las raíces culturales (Primera de dos partes)

Jorge Sánchez Cordero

Los primeros cinco libros bíblicos constituyen la osamenta de las religiones islámica (Al-Tawrat), cristiana (el Pentateuco) y judaica (la Torá o las leyes de Moisés). En esos escritos la prohibición y la permisión del alimento son una categoría básica. Así el Talmud, texto central del judaísmo rabínico y fuente principal de la religión judía que abreva del Éxodo, el Levítico y el Deuteronomio bíblicos, preceptúa el llamado Terefah, que provee el fundamento de la comida kosher.

El Concilio de Jerusalén (52 d.C.) decidió separarse de los dogmas judíos, si bien la importancia simbólica del alimento pervivió en el cristianismo con nociones básicas como la cuaresma o la vigilia.

Las derivaciones culturales en este sentido son infinitas y su dimensión constituye una evidencia irrefutable de que el alimento en sus distintas vertientes, como la producción, la preparación y el deleite, está enraizado en las estructuras sociales y religiosas y comporta un significado relevante que difiere en esencia en las diversas comunidades culturales del orbe.

Este truismo revela que, concomitantemente con la necesidad biológica, el alimento es una expresión cultural sustantiva que, además, tiene funciones sociales básicas: desarrolla vínculos comunitarios, define rituales, entrevera intereses, espolea la cohesión y crea un sentimiento de pertenencia.

Los miembros de cada comunidad comparten los mismos hábitos culinarios, así como los componentes de su cocina. La comida es, pues, un elemento determinante en la especificidad cultural de las sociedades que se sintetiza en el siguiente aforismo: el alimento define al ser humano. Sus valores culturales son múltiples y preconstituyen uno de los vectores de las tradiciones, imbuidas de prácticas religiosas e incluso prescriptivas. Asimismo, el alimento es personal y tiene una significación cultural que exige un tratamiento muy diferente al que reciben otras clases de productos.

Comercio y cultura

En nuestra época el comercio a escala global encuentra un fundamento trascendente que se remonta a 1948, cuando se crea el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT 1947, por sus siglas en inglés), auspiciado en gran medida por Estados Unidos. La apertura comercial que pretendía empero fue modesta, pues en la comunidad internacional campeaban fuertes nacionalismos, lo que hacía inviable un régimen de sanciones por infracciones al libre comercio.

GATT 1947 fue modificado en 1994 en la llamada Ronda Uruguay (GATT 1994), que dio origen en 1995 a la fundación de la Organización Mundial de Comercio (OMC), en cuya arquitectura fue decisiva la participación estadunidense.

GATT 1947 y GATT 1994 son, pues, dos de los documentos relevantes en la OMC; junto con este último se adoptó el Acuerdo sobre la Aplicación de Medidas Sanitarias y Fitosanitarias (MSF), que provee de mecanismos de evaluación de riesgos alimentarios; su propósito es evitar que, con subterfugios religiosos y culturales, entre otros, se camuflen prácticas contrarias al libre comercio.

El MSF es un conjunto de reglas de cumplimiento obligatorio que fue incorporado textualmente, en su versión más ortodoxa, en el Capítulo 9° del Tratado México-Estados Unidos-Canadá (T-MEC). Se presume que las disposiciones del MSF, y las demás previstas en este capítulo, son compatibles con las obligaciones asumidas en el T-MEC, especialmente en lo relativo al trato nacional y acceso de mercancías al mercado (Artículo 9.4).

El T-MEC uniformó los criterios del MSF, y como consecuencia de ello toda medida sanitaria y de evaluación de riesgos debe sustentarse en criterios científicos, cuyo modelo desarrolla. Por consiguiente, todo argumento que no aporte evidencias científicas suficientes, como el relativo a la prevalencia de valores locales sobre el comercio regional, debe ser desechado.

En tal sentido, la diferencia del T-MEC con el GATT 1994 es en efecto sustantiva; en este último el MSF es un acuerdo clarificador de medidas sanitarias, como puede constatarse fácilmente en su preámbulo. Más aún, en tanto que los criterios interpretativos de la OMC determinan que, si bien el MSF ordena que las medidas sanitarias que se adopten se basen en estos criterios internacionales, de ahí no se concluye que tales medidas deban ceñirse a estos criterios.

No resulta un exceso sostener que la adopción del MSF en 1994 desplazó centurias de tradiciones culinarias y propició una alteración sustantiva en la conducta de los Estados en relación con el alimento y la ponderación de sus riesgos, y con la adopción de mecanismos de seguridad alimentaria.

La claridad obliga: el MSF en el T-MEC establece el primado del comercio sobre la cultura, preceptúa la llamada neutralidad de la seguridad alimentaria y ordena que exclusivamente sean las evidencias científicas los criterios para determinar tanto esa seguridad como la evaluación de los riesgos.

Más aún, los Estados parte deben basar sus decisiones en los estándares internacionales, como los desarrollados por la Comisión Codex Alimentarius, que, incorporados al T-MEC, tienen el carácter de obligatorios.

El Codex Alimentarius fue confeccionado por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO, por sus siglas en inglés); su Comisión ad hoc (CAC) inició sus trabajos en 1963. Si bien el Codex pretendía proteger a los consumidores, su objetivo primario era evitar prácticas desleales en el mercado alimentario a través de normas, directrices y la regulación de prácticas comerciales. Para el Codex la armonización de criterios científicos en el ámbito universal es una de las piedras angulares del libre comercio en esta materia, al margen de cualquier apreciación nacionalista.

Las repercusiones del MSF en su versión del T-MEC en México son altamente inciertas; aun en la actualidad, México se esfuerza por delimitar sus consecuencias, que están transfigurando inexorablemente la vida nacional.

Uno de los temas cardinales en el MSF es el principio de precaución (Artículo 5.7), que consiste en el derecho que le asiste a todo Estado de adoptar medidas precautorias cuando existan dudas ante las evidencias científicas relativas al medio ambiente o cuando los peligros para la salud humana sean inciertos y presumiblemente onerosos.

En el T-MEC (artículo 9.4) este principio se acota exclusivamente al manejo de riesgos ante una incertidumbre científica, como son los que comprometen la salud pública, sólo y sólo si existen indicios que proporcionen fundamentos razonables para suponer efectos peligrosos contra la salud humana, animal o vegetal. El principio de precaución atañe también a temas sensibles, como la soberanía y la liberalización del comercio, e igualmente pone a debate la naturaleza de la ciencia y del proceso democrático.

La predicción

En cuanto al maíz transgénico, y para entender a cabalidad cuál será el curso de la posición estadunidense en las negociaciones en torno de este asunto tan sensible, es conveniente reseñar las controversias en las que Estados Unidos ha tomado parte. Estos análisis son sustanciales, ya que plantean una perspectiva de conjunto de importancia cardinal.

El caso emblemático es el de la carne y los productos cárnicos, conocido coloquialmente como guerra de la carne (EC-Hormones1 DS 26.48) y desahogado en el órgano de solución de controversias (DSB por sus siglas en inglés) de la OMC conforme al Entendimiento sobre las normas y procedimientos que rigen la solución de controversias (DSU). Este diferendo confrontó a la Unión Europea (UE) con Estados Unidos por cerca de dos décadas y terminó parcialmente en abril de 2016.

En términos simples, y soslayando las onerosas cuotas de retorsión impuestas por ese país, la disputa gravitaba alrededor de la promulgación de la Directiva Europea de 1981 (81/602/CEE), implementada en 1989, que prohibía la importación de productos cárnicos que hubieran sido tratados con hormonas. Esta Directiva alteró sensiblemente las importaciones de Canadá y de Estados Unidos a la UE en ese rubro.

Sin embargo, el razonamiento europeo no versaba sobre los productos cárnicos en tanto tales, sino en cuanto a la forma en la que se cría el ganado: con el empleo de hormonas. La UE alegó que el análisis científico resultaba incluso, incapaz de determinar las consecuencias de mediano y largo plazos del consumo de productos sometidos a tratamiento biogenético.

La seguridad de las nuevas tecnologías únicamente puede ser evaluada, sostuvo la UE, a través del tiempo y de la experiencia; en suma, mediante el postulado de un empirismo experimental, lo que presupone conceptualizar el proceso de producción como un peligro o riesgo sanitario. También argumentó que la modificación genética implica un nuevo proceso de producción y exige un tratamiento distinto del que requiere el producto terminado. Este razonamiento plantea problemas conceptuales para el GATT 1947, el GATT 1994 y el MSF que hacen referencia al producto terminado.

El alegato estadunidense iba en el sentido de que ese argumento era un subterfugio proteccionista que impedía el libre mercado y que camuflaba la protección a los ganaderos europeos. La posición era clara, toda vez que el MSF se refiere a estándares, directrices y recomendaciones internacionales que deben tener el soporte de organizaciones internacionales relevantes.

Para ello la Agencia Federal de Alimentos y Medicinas (FDA por sus siglas en inglés), junto con el Departamento de Agricultura y una comisión del Congreso, ya habían concluido que el tratamiento hormonal carece de repercusiones, incluso psicológicas, en el ser humano. La comercialización de los productos cárnicos había sido aprobada por la FDA con base en la legislación federal sobre alimentos, medicinas y cosméticos.

La posición estadunidense es diametralmente distinta a la de la UE; para Estados Unidos un producto alimenticio genéticamente modificado requiere del mismo tratamiento que cualquier otro producto, salvo que existan evidencias en sentido adverso. El énfasis reside pues en las características objetivas del producto y no en el proceso de producción.

Estas tesis son un reflejo de la estructura estadunidense, en la que predomina la vertiente crematística del alimento asociada a las innovaciones tecnológicas. La conclusión de Estados Unidos no deja lugar a dudas: el método científico proporciona objetividad y certidumbre a las medidas sanitarias y a la evaluación de riesgos, de las que carecen, en su óptica, las tradiciones y prácticas de los consumidores.

Con el paso del tiempo esta controversia en la UE se complicó, entre otros factores, ante los brotes de encefalopatía espongiforme bovina, conocida como la enfermedad de las vacas locas, uno de cuyos efectos fue la movilización de la opinión pública europea.

La carga de la prueba fue un asunto de gran polémica. En tanto que se afirmaba que quien interponía la reclamación debía probar su dicho –en la especie Estados Unidos, en consonancia con su derecho doméstico, que así lo dispone–, se argumentaba que en la evidente transgresión de la UE a los MSF le asistía a ella la carga de la prueba.

Epílogo

La realidad que traduce el T-MEC es la inhabilidad de los gobiernos para diseñar una política que refleje la tradición y, en ciertos casos, la discrepancia de los consumidores que difieran del comercio en general y del MSF en particular en sus versiones regionales.

La concepción comercial estadunidense, en su versión más nítida, así como sus experiencias en litigios internacionales, tienen su summum en el texto del T-MEC. El precedente de la guerra de la carne y de otras más de tenor similar aunado al texto del T-MEC, auguran tiempos muy difíciles para el país. 

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