La persistencia del ogro
Javier Sicilia
La idea del Estado entró en crisis a inicios del siglo XXI. Su incapacidad para responder a su función fundamental: mantener el orden, es cada vez más evidente. Pese a ello, el Estado quiere persistir. De allí los constantes intentos de volver a sus formas autoritarias que alcanzaron su cúspide en el siglo XX y que Octavio Paz, en El ogro filantrópico –ese ensayo que, publicado hace casi cincuenta años (Vuelta 21), no ha perdido vigencia– describió “como una fuerza más poderosa que la de los antiguos imperios y un amo más terrible que los viejos tiranos y déspotas”; un ser “sin rostro, desalmado, que obra no como un demonio, sino como una máquina”.
Según Paz, esa máquina adquirió en México una forma particular: no borró los rasgos del monstruoso rey hierático que aparece en el frontispicio de la primera edición del Leviatán de Hobbes. Lo transformó en un gigantesco ser de cabeza desproporcionadamente grande, apetito voraz y enorme fuerza, que las mitologías llaman “ogro”, y cuyo cuerpo, como el rey del Leviatán, está conformado de muchos seres, un monstruo que al mismo tiempo que, como los Estados liberales, intentó modernizar al país construyendo instituciones e industrializándolo, mantuvo, semejante a los totalitarios, una estructura centralizada que, en nuestro caso, hunde sus raíces tanto en el mundo colonial como en el prehispánico.
Así, al igual que el poder en la época del dominio azteca lo ejerció el wei tlahtoani, en la de la colonia el virrey, en la del México independiente el del dictador o sus aspirantes, el ogro salido de la revolución lo hizo mediante el señor presidente. A diferencia de aquellos, sin embargo, su tarea no era perene.
Perteneciente al mismo partido, brazo absoluto del ogro, el presidente, en un simulacro de democracia, cambiaba cada seis años de rostro. Pero en ese periodo su poder sobre el ogro era total. De allí que “el cuerpo de los funcionarios y empleados” que lo conformaban, “de los ministros a los ujieres y de los magistrados y senadores a los porteros, lejos de constituir una burocracia impersonal [formara] una gran familia política ligada por vínculos de parentesco, amistad, compadrazgo, paisanaje y otros factores de orden personal”.
La fortaleza del ogro no se basaba, por lo tanto, en cuestiones ideológicas, sino en vínculos personales que se ponían al servicio del presidente en turno y sus allegados. Un cuerpo complejo en la que convivían “en continua comunicación y osmosis, la burocracia gubernamental, más o menos estable, compuesta, como en las democracias liberales, por técnicos y administradores; el conglomerado de amigos, favoritos, familiares y protegidos, “herencia de la sociedad cortesana de los siglos XVII y XVIII”, y “la burocracia política del PRI, formada por profesionales de la política y asociaciones, cuyos intereses [eran] faccionales e individuales y permitían la movilidad social”.
Cuando Paz hizo esta descripción, pensaba, no sin cierto escepticismo, que las reformas políticas que entonces el PRI iniciaba para mantener su legitimidad y dar cabida al pluralismo, podrían a la larga convertir el cuerpo del ogro en una democracia moderna. No fue así. La pregunta que se hizo en ese mismo ensayo: saber si el ogro podría gobernar sin el PRI o si los mexicanos nos dejaríamos gobernar sin un PRI, quedó resuelta.
La llamada transición democrática, si bien abrió el espacio a una mayor modernización del país y creó nuevas instituciones, no reformó sus estructuras burocráticas. Lejos de ello, gobernó con ellas y en su afán de modernizar, abrió la puerta a formas de corrupción inéditas que permitieron que redes y organizaciones criminales transitaran con absoluta impunidad en el cuerpo del ogro. Pasamos así, en medio del entusiasmo, de un ogro déspota y filantrópico, y una democracia dirigida a la consolidación de estructuras criminales enmascaradas de luchas partidistas que han debilitado profundamente al ogro.
El triunfo de Morena y de López Obrador es, en este sentido, una respuesta a la pregunta de Paz: el ogro no puede gobernar sin lo que fue el PRI ni los mexicanos ser gobernados sin él. Pero al mismo tiempo es un intento ridículo por rehacerlo. La 4T, un eufemismo de la revolución institucionalizada, no es el viejo PRI ni López Obrador el wey tlahtuani de sus épocas gloriosas.
Aunque Morena se comporte con el mismo servilismo de las viejas burocracias y López Obrador como el antiguo señor presidente, el ogro filantrópico perdió su vitalidad. Se transformó en un monstruo decrépito, corroído de violencia, anomía y horror. Con ellos o sin ellos (los partidos políticos de oposición siguen siendo los mismos que hace casi cincuenta años, “un remedo de pluralismo que difícilmente merecen el calificativo de democráticos”) su persistencia es la de la agonía. “Tal vez –concuerdo con el Paz de entonces–, la salida esté en volver al origen y aprender de las prácticas tradicionales de nuestros pueblos que la emergencia del zapatismo hizo visibles y que perviven “en la democracia espontánea de los pequeños pueblos y comunidades, en el autogobierno de los grupos indígenas, en el municipio novohispano y en otras formas políticas tradicionales”. Tal vez. Por ahora habrá que seguir padeciendo los estertores del ogro y su insoportable hedor.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.