Las dimensiones de la desinformación electoral
Manuel Alejandro Guerrero
En México nos está faltando una discusión más seria en torno a los riesgos de la desinformación en el contexto electoral que, querámoslo o no, ya tiene rato que comenzó. Como hemos dicho en este espacio, la desinformación es toda aquella información falsa expresamente creada con el fin de engañar y manipular con propósitos económicos, políticos y –como también hemos comenzado a identificar—con el mero afán de causar caos y confusión. Las redes sociales y las plataformas digitales son sus principales, pero no únicos, canales a través de donde se difunde y, por razones que van desde nuestra poco tiempo e interés por verificar la información, la velocidad con que recibimos un contenido tras otro, y nuestros propios sesgos, tiene el potencial de afectar nuestra forma de ver y entender las cosas.
También, al estudiar este fenómeno, hemos visto que la desinformación ha ido cambiando en sus objetivos principales. Si hasta hace unos años resultaba claro que estaba basada en modelos propagandísticos que buscaban convencernos de algún punto de vista que se promovía como único y válido recurriendo a lo emocional, de hace un tiempo para acá hemos visto que pretende algo más sencillo –y posiblemente más fácil de lograr: hacernos dudar de todo, para que, al final, la verdad ya no importe.
Específicamente en lo electoral, que es un área crucial de la vida democrática de una sociedad que requiere de información oportuna, confiable y precisa, el desafío de la desinformación presenta varias dimensiones cuya finalidad es afectar la legitimidad del proceso, de los actores, y de las instituciones para poner en duda los resultados mismos.
Estas dimensiones tienen que ver, primero, con los objetivos específicos de la desinformación, que puede buscar favorecer o perjudicar una candidatura determinada o a un partido o coalición; desacreditar el trabajo de las instituciones electorales, como el INE y los Organismos Públicos Locales Electorales (OPLEs) de las entidades federativas; polarizar a determinados sectores de la sociedad para poder movilizarlos o, bien, confundir a otros para poder desmotivarlos de participar; y, desde luego, reducir la credibilidad de los resultados.
En segundo lugar, con una multiplicidad de fuentes que ya no se limitan a “bots” o “trolls”, sino que se ha visto, como en los casos de los procesos electorales en España y en Argentina en estas últimas semanas, que incluso partidos políticos, equipos de campaña, los mismos candidatos e incluso algunos medios de comunicación han contribuido a la desinformación. Ya no se trata solamente de grupos contratados por fuera, sino que, aprovechando los círculos de resonancia de sus simpatizantes y militancia, se llega a inventar información engañosa al calor de la contienda. En el caso de México, también habría que sumar el papel que tienen, de un lado actores gubernamentales de primer nivel y, del otro, comentaristas y opinadores con espacios privilegiados en medios. Esto hace que las acciones para contrarrestar la desinformación sean mucho más complejas y requieran el compromiso de grupos e intereses en distintos niveles.
Una tercera dimensión tiene que ver con los momentos de la desinformación en el proceso electoral. Por una parte, el tipo de desinformación que aparece a lo largo del proceso –y no se limita a los periodos de las campañas—comúnmente contiene, en alguna forma, tres mensajes: aquellos que pretenden desacreditar al árbitro, por ejemplo, mediante contenidos que asocien la conducta y los intereses de quienes lo encabezan con alguna de las fuerzas en competencia y cuestionando su imparcialidad; aquellos que promueven teorías conspiratorias sobre un “gran fraude” que se está cocinando; y aquellos que, instigando la ira, buscan movilizar a ciertos grupos o, mediante el miedo, desmovilizar a otros.
Por otro lado, la desinformación que normalmente aparece durante la jornada electoral contiene algunos de estos tipos de contenidos: aquellos que hacen señalamientos y “muestran pruebas” (por ejemplo, fotos o acusaciones de votos realizados por personas ya fallecidas) de que se está acarreando o inflando el voto o, por el contrario, que se está impidiendo el voto; aquellos que pretenden desacreditar el conteo de votos o el manejo de las urnas (por ejemplo, mostrando “evidencia” de urnas abiertas o de votos en basureros); o aquellos que contienen declaraciones adelantadas de victoria por parte de grupos y personas que rodean a alguno de los contendientes.
Y tenemos también la desinformación de los momentos inmediatamente posteriores a la jornada electoral. Aquí los contenidos buscan promover, sobre todo, resultados falsos o sembrar la duda en relación con las cifras oficiales presentadas por las autoridades electorales.
En su conjunto, la desinformación electoral termina por dañar la confianza y la credibilidad general no sólo sobre los procesos electorales, sino sobre la democracia en sí en momentos en que, en México como en otros países, enfrentamos una creciente polarización promovida desde el poder y desde actores privilegiados, un uso faccioso de las instituciones, una corrupción que no se castiga de formas efectivas, y un populismo al alza.