¿México va hacia una democracia liberal o a una dictadura tradicional?
Santiago Roel
México nunca ha sido una democracia liberal con pleno imperio de la ley y protección efectiva a los derechos individuales (creencia, expresión, movimiento y propiedad) contra abusos de la autoridad.
Desde 1997 nuestro país se ha considerado una democracia electoral, con dos o más partidos competitivos, elecciones libres y fiables, alternancia en el poder, un órgano ciudadano que organiza y califica las elecciones (INE) y cierto equilibrio de poder en el gobierno (separación de poderes y órganos autónomos).
Sin embargo, para llegar a ser una democracia liberal, el país tendría que contar con jueces independientes que protejan efectivamente las libertades individuales frente a la autoridad. En donde los límites al poder son claros y contundentes, el poder está distribuido y, por tanto, predomina el Estado de derecho. La concentración de poder siempre juega en contra de cualquier país. Hasta el 2018 parecía que avanzábamos paulatinamente hacia eso, pero al igual que el resto del mundo, nos contagiamos de populismo: un líder que se cree por encima de la ley y una población que lo apoya.
El populismo es una reacción en contra de los principios liberales e implica una concentración de poder en un solo partido o en una sola persona. No importa si usa banderas de izquierda (Latinoamérica), de derecha (Europa y los EUA) o religiosas (mundo árabe), en el fondo, es lo mismo.
El populismo ataca los valores liberales: Mercado, competencia, individuo, apertura comercial, mérito, equilibrio de poder, internacionalismo, razón, desarrollo tecnológico. Competencia y educación científica. Para lograrlo, el populismo promueve la conservación de valores tradicionales nacionales, jerárquicos, comunitarios o religiosos. Generalmente empaqueta el proyecto con el regreso glorioso a algún pasado mítico inexistente, pero atractivo o a una utopía (socialismo), y escoge a algún enemigo supuesto (judíos, capitalistas, migrantes, financieros, la historia, el globalismo) que es apoyado por la perversa élite del poder.
El populismo es un virus que utiliza la democracia para llegar al poder, para destruirla desde dentro, primero por vías legales, luego por vías violentas. Hasta dónde llega cada populista, depende de las fortalezas de sus instituciones y la cultura liberal y democrática de sus nacionales. Por su debilidad institucional y cultural, Latinoamérica generalmente oscila entre democracia electoral y dictadura populista.
Para que triunfe el populismo tiene que haber insatisfacción de una gran parte de la población. Esa población se siente agraviada con algo, básicamente con no compartir el progreso o el éxito de los más beneficiados y sentir que la clase política está en su contra o no los representa.
En México, a diferencia de algunas poblaciones de los EU o de Europa, no sufrimos por la globalización, todo lo contrario, hemos recibido inversiones extranjeras que han creado desarrollo y empleos. No hemos sufrido por la inmigración de poblaciones de rasgos, religión o culturas diferentes u opuestas a la nuestra. Tampoco se ha trastocado el orden social de manera radical con alguna reforma social, educativa, religiosa o política.
El único trauma fuerte que hemos vivido en los últimos 20 años, en algunas regiones, es la violencia extrema del mercado de drogas. La corrupción de las autoridades y el mal gobierno no son nuevas, ni se han reducido.
¿Entonces? ¿Por qué ese deseo de retornar al régimen de partido único de hace 50 años, ahora disfrazado de Morena e ir en contra de la ciencia, el desarrollo tecnológico, la separación de poderes, los servicios públicos de calidad y un Poder Judicial independiente, efectivo y equitativo?
Parece ser que los beneficios de la competencia económica, la democracia, la inversión productiva y la libertad no son prioridad en la cultura nacional. Son valores muy abstractos que pocas veces se aprenden en casa, la escuela, la iglesia, las relaciones sociales o el trabajo. Se sufren, pero no siempre se aprenden.
A pesar del mal gobierno, la corrupción y la violencia, la mayoría de los electores se siente identificada con una forma de gobierno y una personalidad que los atrae: El paternalismo, la dirección jerárquica, la dádiva y la ilusión de que alguien por allá arriba, que vive en un palacio, es como ellos o, cuando menos, piensa en ellos.
En resumen, parece que preferimos la dictadura populista a la democracia liberal, la sumisión a la libertad, la súplica a la exigencia, la revelación a la razón, la victimización a la responsabilidad, el gobierno a la sociedad y la dádiva a la riqueza. Y como alertaban los griegos, cuidado con lo que se desea… y se vota.
Con información de Forbes