Calla la prensa, enferma la democracia
Alejandro Jiménez
La libertad de expresión en América Latina atraviesa una etapa de alarma silenciosa. No se ha declarado oficialmente su estado crítico, pero los síntomas son inconfundibles: gobiernos que insultan, tribunales que intimidan, redes que linchan y sociedades que se acostumbran.
La 81 Asamblea General de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), celebrada la semana pasada en Santo Domingo, dibuja un mapa del deterioro democrático hemisférico con trazos gruesos y preocupantes.
Lo más revelador del informe no es que haya autócratas tropicales peleados con los medios —eso ya lo sabíamos—, sino que el deterioro institucional ya alcanzó incluso a Estados Unidos, el país que durante décadas fue referencia en materia de libertades.
“El impacto de lo que ocurre en Washington repercute en toda América”, advirtió el presidente de la SIP, José Roberto Dutriz. Si el faro titubea, la oscuridad se expande.
Pero la parte más corrosiva del documento es la que retrata el discurso hostil que, desde el poder, se ha vuelto rutina. Javier Milei en Argentina, con su frase “no odiamos lo suficiente a los periodistas”, ha hecho de la agresión un gesto de autenticidad política. Gustavo Petro, en Colombia, acusa a la prensa de “prácticas mafiosas” cada vez que se siente acorralado.
En Costa Rica y Ecuador, los mandatarios compiten en tono y desdén hacia los reporteros críticos. Y así, país por país, la palabra del presidente se convierte en permiso para el linchamiento.
A esto se suma la persecución judicial: demandas civiles en Panamá, multas asfixiantes en Bolivia, criminalización en México (Campeche, #DatoProtegido, De Mauleón, etc). Los tribunales, que deberían ser escudo, se usan como garrote.
Y en los lugares donde ya no basta el acoso, aparece la violencia directa: el asesinato de Javier Herculis Salinas en Honduras, el de Raúl Celis en Perú, los exilios forzados en El Salvador o Haití, los periodistas presos en Nicaragua y Venezuela.
La lista es tan larga que podría parecer estadística. Pero detrás de cada caso hay una redacción vacía, una voz silenciada, una historia que nadie contó.
No todo es sombra. En República Dominicana, el presidente Luis Abinader tuvo el gesto de recordar que “un gobierno que teme a la prensa, teme a la verdad”. Y en Costa Rica y Colombia, los tribunales dieron ejemplos de independencia judicial al proteger el derecho a la información. Son excepciones luminosas, pero insuficientes.
La SIP cerró su Asamblea con una frase que sintetiza el momento: la libertad de prensa sigue siendo el barómetro de la salud democrática. Si ese barómetro marca fiebre en casi todo el continente, no estamos ante un mal periodístico, sino ante una enfermedad política.
En tiempos de desinformación viral y liderazgos autoritarios, defender el periodismo libre no es un acto gremial, sino una causa ciudadana. Porque cuando se apaga una voz, no solo pierde un periodista: se queda sin luz toda la sociedad.
