El fracaso
Javier Sicilia
Como toda abstracción, el Estado es monstruoso. La sola justificación de su existencia es su ofrecimiento de darle seguridad, paz y justicia a la comunidad que representa. Nunca lo ha logrado del todo: las dos primeras las ha hecho a costa de la justicia; la última, a expensas de la otras dos.
Desde hace décadas, sin embargo, ya no ofrece ninguna, al menos en México: la corrupción, el aumento de la violencia, el control cada vez mayor de territorios por parte del crimen organizado, las desapariciones, los asesinatos, el miedo y la impotencia han sido la acelerada manifestación de su agonía.
Solemos culpar a la administración de López Obrador de esa devastación. No lo es. Su gobierno simplemente mostró lo que estaba oculto bajo los discursos democráticos y los cascarones institucionales que conforman al Estado, acelerando su muerte. Al dinamitar los llamados “órganos autónomos”, dejar que los poderes fácticos del crimen se encarguen de pacificar al país, como otrora lo hicieron los “caciques”, acotar a las ya de por sí fragmentadas y dispersas organizaciones sociales, despreciar a las víctimas, arroparse con el ejército y concentrar en sí mismo el gobierno, lo único que ha hecho es poner al desnudo un Estado que, desde su fundación después de la Revolución Mexicana, siempre ha estado allí con otros rostros y otros actores.
Creer que la llamada “transición democrática” lo cambió y que repentinamente fue asaltado por un perturbado, es pecar de ilusos, por decir lo menos. Lejos de reformar al Estado, los nuevos partidos políticos que llegaron al poder se dedicaron a hacer lo mismo que sus antecesores: administrar la corrupción y hacernos creer que ya no hedía. Nunca reformaron al monstruo. Lo maquillaron con discursos vacíos e instituciones sin consistencia democrática. De lo contrario, López Obrador jamás habría llegado a administrarlo ni en menos de seis años habría conducido al país a su ruina total. El Estado que tenemos, hay que decirlo sin miedo, no es otro que el fundado por Calles. Sólo que se volvió viejo y está en estado terminal, como el hombre que ahora lo administra.
Quienes creen que un cambio de gobierno en las próximas elecciones lo mejorara, se ilusionan de nuevo. Hechos a imagen y semejanza del monstruo –corrupción, falta de imaginación y deprecio por la sociedad civil–, los partidos, ya lo demostraron, no tienen otra oferta que el deseo irracional de volver a administrar el infierno que ellos mismos, junto con López Obrador y Morena, crearon. Con ellos o sin ellos, el Estado está muerto. Lo que nos aguarda es un crecimiento exponencial de víctimas, una mayor penetración del crimen organizado en los órganos de gobierno y de los territorios del país, y un aumento de la inseguridad y la indefensión, en síntesis, una proliferación del caos.
Dos imágenes, de las miles que circularon sobre la tragedia de Acapulco, son claras al respecto: la del saqueo de las bandas criminales frente a la ausencia de coordinación de la 4T para contenerlas y auxiliar a la población, y la de un jeep militar atascado en el lodo junto con el presidente y la cúpula de la seguridad del país: los secretarios del ejército, la marina y protección. Ambas retratan no el fracaso de un gobierno, sino del Estado mismo. La última, es una postal de su decrepitud y de la ausencia de su razón de ser: en ese hombre viejo, enfermo y absurdo, que mira desconcertado desde la ventanilla del Jeep la derrota de su arrogancia, se concentra la parálisis de la máquina política, cuyas llantas giran en el vacío del lodo con resultados letales.
.¿Tiene compostura? No, al menos como está. Habría que rehacerla por completo. Lo que parece imposible con los partidos que tenemos. Pero aun cuando lo fuera, habría que preguntarse si el monstruo, tal y como lo conciben las teorías del Estado, es todavía capaz de cumplir con su labor; si esa formidable abstracción, que se expresa como una mega máquina, tiene todavía la posibilidad de dar seguridad, justicia y paz.
Por las crisis que atraviesan la mayoría de los Estados en el mundo, la respuesta parece negativa. Nos olvidamos que el Estado es una invención humana y que como toda obra humana tiene fecha de caducidad: nace, crece, se reproduce y muere. El nuestro, después de una lenta y dolorosa agonía de casi un siglo, murió con López Obrador y la 4T. Su gestión mostró que el Estado, “el más frío de los monstruos fríos”, como anunció Nietzsche, miente siempre, sobre todo cuando dice: “Yo soy el pueblo”.
El problema es que no sabemos qué poner en su lugar. Por vez primera no hay nada que permita decir que algo nuevo está naciendo en el horizonte. Aterrorizados ante el vacío preferimos fingir que, pese a las evidencias, el monstruo sigue vivo y mejorará. La ilusión es siempre más fuerte que la verdad. Abandonarla sólo pertenece a espíritus profundos, a aquellos que, como T.S Eliot quería, resisten sin esperanza alguna mientras miran cómo “se apagan las luces para que cambie el decorado” y en “el rumor hueco de los bastidores” escuchan “el movimiento de las tinieblas en las tinieblas”. Son ellos los que en medio de la oscuridad y las ilusiones del siglo preservan y reelaboran el sentido para que un día de las tinieblas surja la luz y de la inmovilidad la danza.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.