Asistencialismo perpetuo
Gabriel Reyes Orona
Cada día es más claro que las finanzas públicas muestran señales de agotamiento. El que fuera el principal aportante a las finanzas públicas ha dejado de serlo, ahora, demanda enormes subsidios, y, aunque no se acepte, enturbia el acceso del sector público a los mercados financieros internacionales. La factura petrolera ha dejado de ser la portentosa garantía del endeudamiento público, y hoy, el impago a proveedores y contratistas constantemente hace emerger la sombra de la moratoria. Ésta existe, aunque no se acepte, y se diga que tal escenario no es previsible, dado el respaldo incondicional del Estado.
El andamiaje legal está construido sobre una base que permite mantener el espejismo de viabilidad de lo que es la petrolera más endeudada del mundo, y quizá, la más ineficientemente manejada. Aquel prevé un inusitado capelo legal que impide que esa entidad pública sea embargada, circunstancia complementada con el hecho de que se ha vuelto letra muerta la previsión de que el erario federal no garantizará su endeudamiento. Es ya cotidiano rescatarle con cargo a recursos presupuestarios. Claro, mediante transferencias a fondo perdido que sólo demoran la aceptación de lo que es ya irreversible.
El salvamento de la emproblemada empresa es ya tan gravoso, como aquel que se hiciera del sistema bancario en los años 90. Sí, ese que tanto agravia al residente de palacio, sin que éste haya caído en cuenta que ha incurrido en un financiamiento tan, o más costoso, que el suele criticar, con la diferencia de que aquel alcanzó su objetivo, al mantener operando a un saneado sistema bancario, en tanto que su lance seguramente concluirá con el gradual desmoronamiento del dinosaurio energético.
El legislador estableció la protección de embargo y demás medidas cautelares en favor de la empresa petrolera, como un mecanismo para evitar que el pago de deudas o el esclarecimiento de la existencia de pasivos pudieran poner en riesgo las operaciones que otrora financiaran el presupuesto federal, pero jamás tuvo en mira el establecer una impune vía de escape que permitiera evadir la honra compromisos.
Hoy, lamentablemente la disposición ha provocado que la cadena de producción y servicios de la industria esté quebrada, dado que se abusó a tal grado de ella que, en Pemex, se piensa que operar embozado a sato de malta es lo de hoy. No han advertido que, gradualmente, se han ido convirtiendo en una ínsula que perecerá por falta de suministros y servicios de calidad a precios razonables.
A paso y medida que cierran empresas surtidoras, y que, las que aún tratan con ese ente burocrático, imponen altos precios que pretenden compensar los absurdos tiempos del pago de facturas, la empresa va construyendo el camino de la inviabilidad.
La Ley de Deuda Pública no puede ser más clara, los adeudos con proveedores y contratistas de Petróleos Mexicanos son deuda pública, a pesar de que, en una poco conocida negociación, la segunda sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, con un proyecto propuesto por el Ministro Pérez Dayán, se haya impuesto la interpretación contra legem que generó el descontrol y desorden generalizado en el sistema de pago de la industria petrolera que hoy en día prevalece. Tal exceso, prohijado en aras de mantener bajo el tapete el problema, terminará por anular o hacer impagable la procura de insumos en la entidad pública.
A esa conclusión se llegará, tarde o temprano, en alguna corte del exterior, donde las ambiciones políticas no prevalezcan y la seriedad técnica esté por encima de las aspiraciones de quienes, por tener la última palabra, tienen a su alcance la posibilidad de cerrar los ojos ante evidentes realidades, o peor aún, negociarlas.
Por otro lado, es claro que el sistema tributario federal no sólo cesó su proceso de modernización y actualización, sino que, además, se ha profundizado la obsolescencia de los aparatos de recaudación estatales. La recaudación se sostiene por la inercia del dinamismo del comercio exterior, y por, enormes cobros, de una sola vez, que han caracterizado a este gobierno. Sin embargo, esta bolsa ya se agotó o está por hacerlo.
Gracias en una intensa labor de persecución criminal, grandes corporativos han preferido evitar o terminar contiendas con el SAT pagando enormes sumas, las deban o no. Es claro que la libertad y capacidad de preservar el negocio en marcha, así como el mantener a sus administradores y directivos alejados de procesos persecutorios, provocó un flujo excepcional, pero, como es bien sabido, esa fuente de recaudación es todo, menos ordinaria, se trata de flujos extraordinarios sobre los que no debe, ni puede presupuestarse.
En síntesis, debemos decir que las fuentes de ingreso público no tienen un perfil exitoso, ni mucho menos halagüeño. Se caracteriza por su excepcionalidad y discontinuidad, con clara tendencia al declive.
Dicho lo anterior, debe apuntarse que el asistencialismo no resulta deseable, aunque hoy sea inevitable. El objetivo del Estado debe apuntar a la creación de condiciones de prosperidad, en el que los ciudadanos encuentren un entorno en el que las actividades productivas o de prestación de servicios, que han hecho suyas, les arriende una forma decorosa de vida. Sin embargo, el modelo actual tiende a ver el asistencialismo como un medio para mantenerse en el poder, generándose así el pernicioso incentivo de fomentar un permanente ambiente de dependencia. Se ha trazado como objetivo el formar y fomentar el crecimiento de una cantera de necesitados a los que atender.
El asistencialismo no es, ni debe ser, sino un temporal paliativo a la mala distribución de la riqueza. El buscar en él la razón de ser del estado condujo a llevar a la Constitución la permanencia de un asistencialismo disfrazado de programa social, sustituyendo el deber estatal de propiciar y promover el desarrollo de un modelo productivo que aproveche, en forma óptima, el quehacer de los ciudadanos, uno que tienda a que sean éstos los que generen la riqueza que haga posible el bienestar social, sin que ellos queden perpetuamente secuestrados por las ambiciones electorales del partido en el poder.
En otras palabras, se ha venido promoviendo la idea de que la función del estado es repartir lo recaudado, perdiéndose la vocación de destinar grandes sumas a programas serios, viables y sostenibles de seguridad, salud y educación. Se diga lo que se diga, cada año es ostensible un deterioro en esos sectores. Disminuir o suprimir la necesidad del asistencialismo es la meta, no perpetuarla. El presidente asume que, a mayor grado y penetración de asistencialismo, el país se desarrollará.
La recaudación debe transitar de ser una mecánica repartición, a ser el detonante de un aparato productivo incluyente, equilibrado y suficientemente robusto, para proveer una fuente duradera de salarios dignos. Ello, por una sencilla razón, el sólo repartir, agota la fuente, en tanto que la formación de factores generadores de riqueza permite mantener el esquema de solidaridad social hasta que ya no sea necesario. El modelo actual no es sostenible en el mediano plazo, se ha comprometido la capacidad estatal de servir a los más desprotegidos.
La insulsa reforma no es solución, sino el proveer a la responsable administración del erario. Prometer dádivas, haciendo todo lo necesario por derruir éste, resulta esquizofrénico. No es aceptable como ruta válida del crecimiento la más brutal y acelerada depredación de las arcas públicas, ni el tener que sostener el gasto público a partir del espectacular, pero excepcional, cobro draconiano de tributos, máxime si éstos surgen en un contexto donde la ley, no es la ley.