Entre el dolor de las víctimas y los himnos a los verdugos

Saúl Arellano

La sociedad mexicana atraviesa una de las crisis de violencia más profundas y complejas de su historia contemporánea. La magnitud del sufrimiento —expresada en las más de 100 mil personas desaparecidas, las miles de fosas clandestinas halladas en todo el país y el dolor inenarrable de las víctimas y sus familias— convive con una suerte de anestesia cultural generalizada. Mientras colectivos de búsqueda recorren desiertos y parajes en busca de restos humanos, millones de personas en fiestas, conciertos y redes sociales cantan con euforia los llamados narcocorridos, enalteciendo la figura de los capos, los sicarios y los modos de vida que giran en torno al crimen organizado.

Este fenómeno no es nuevo, pero ha adquirido un nivel de contradicción insostenible. El reciente debate sobre la censura, prohibición o regulación de estos productos culturales pone a México ante una paradoja ética, política y cultural. ¿Cómo ocurre que el mismo país que ha documentado decenas de miles de desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y desplazamientos por violencia organizada, abrace y glorifique en masa a los símbolos musicales de quienes protagonizan —o representan— estas atrocidades? Esta disonancia no se resuelve apelando a una simple defensa de la libertad de expresión. El problema es más hondo: toca las raíces mismas de cómo se construye el imaginario colectivo de una sociedad.

Los narcocorridos, al igual que muchas series, películas y memes de la llamada narcocultura, no sólo narran hechos: los estetizan, los mitifican y los dotan de una épica. En ellos, el sicario no es un asesino despiadado sino un “hombre valiente”; el capo no es un criminal sino “un líder estratégico” que se enfrenta al poder del Estado con astucia y lealtad a su gente. En este relato, el sufrimiento de las víctimas queda desplazado, y la justicia —como horizonte ético o político— se diluye en una lógica donde el poder es sinónimo de violencia ejercida sin culpa ni remordimiento.

Sin embargo, la defensa de estas expresiones suele escudarse en una coartada culturalista: “son solo canciones”, “es lo que le gusta a la gente”. Esta apelación al gusto revela otra de las paradojas de nuestra época. Millones de personas —muchas de ellas plenamente conscientes del clima de horror e inseguridad que las rodea— han asumido que consumir narco cultura es inocuo, intrascendente, incluso parte de su derecho a disfrutar del entretenimiento. Pero el gusto, como enseñó Pierre Bourdieu, no es una mera preferencia individual: es una forma de posicionamiento simbólico. Escoger qué cantar, qué aplaudir, a quién idolatrar, es también tomar una postura frente al mundo, asumir una ética sobre qué vidas importan y cuáles no.

Esta aceptación masiva de la violencia simbólica ha contaminado otras esferas de la vida social. México enfrenta una preocupante normalización de la agresividad cotidiana. La violencia no se expresa únicamente en los delitos cometidos por el crimen organizado: aparece en las calles, en las escuelas, en las familias, en la política. Conflictos menores —como una diferencia en el tráfico o una discusión banal— escalan rápidamente a peleas físicas que han terminado en homicidios.

Esta disposición a la violencia espontánea habla de una subjetividad herida, de una sociedad en la que el otro ya no es un semejante, sino un adversario, una amenaza.

Este fenómeno también tiene una dimensión de género ineludible. La estética narco está profundamente imbricada con estereotipos machistas: el hombre fuerte, dominante, violento; la mujer como adorno, objeto de consumo o trofeo.

Pero ¿cómo salir de este laberinto ético y cultural? Søren Kierkegaard, en su concepción del desesperado da una clave: la desesperación tanto un estado anímic como una pérdida de sentido, una desconexión radical entre el ser y su posibilidad más alta. México vive, quizás, una forma de desesperación colectiva, en la que la vida cotidiana se ha vaciado de horizonte ético. En la música que canta al crimen, en la indiferencia frente al dolor, se expresa esa caída en la inmediatez, en la estética del vacío.

Friedrich Nietzsche advertía del nihilismo como el destino probable de las culturas que han perdido su eje moral. Cuando “Dios ha muerto”, cuando los valores fundamentales se disuelven, queda la voluntad de poder sin dirección, la fuerza sin límite, la afirmación sin redención. La cultura narco es, en cierto sentido, una expresión posmoderna de ese nihilismo activo: convierte el crimen en virtud, el dolor en espectáculo, el poder en mercancía estética.

México necesita, desde sus márgenes, desde sus víctimas, desde sus resistencias, construir una nueva ética de lo común que parta del dolor, pero no lo fetichice; que reconozca la violencia, pero no la glorifique; que haga del canto no un himno al verdugo, sino un canto a la memoria, a la dignidad y a la esperanza.

Porque no se trata de censurar sino de transformar la cultura. No se trata de callar el corrido, sino de componer nuevas canciones donde el héroe no sea quien mata, sino quien cuida; donde la fuerza no sea la del fusil, sino la del abrazo; donde el arte no sea un eco del horror, sino el anuncio de una posibilidad distinta.

La violencia es una crisis cultural, ética y filosófica. Y ante ella, debemos ser capaces de responder con imaginación crítica, con horizontes de sentido, con una pedagogía de la compasión. Solo así podrá el país, algún día, salir del pavor y la oscuridad en la que ha sido sumido.

Investigador del PUED-UNAM

Con información de La Crónica

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