El crimen contra migrantes en Ciudad Juárez
Tonatiuh Guillén López
El crimen cometido en Ciudad Juárez el pasado 27 de marzo contra migrantes –solicitantes de refugio, para ser precisos– es una tragedia atroz que pudo evitarse. Han fallecido 40 personas, que antes fueron obligadas a salir de sus lugares de origen por diferentes causas, pero todas coincidentes en el propósito de proteger su vida y la de sus familias. No hay manera de que el Estado mexicano escape de ser responsable directo de este crimen, pues las muertes sucedieron en sus instalaciones, en el ejercicio (abusivo) de funciones migratorias y en el contexto de una política migratoria severa, militarizada, marcada por la intervención de la Secretaría de Relaciones Exteriores, la Secretaría de Gobernación y el Instituto Nacional de Migración, junto con las Fuerzas Armadas, principalmente a través de la Guardia Nacional.
La espantosa escena que muestra el inicio del incendio en la estación provisional de Ciudad Juárez describe el punto extremo y deteriorado al que ha llegado una política migratoria orientada hacia la contención y el rechazo de flujos migrantes y de refugiados que transitan por México. La indiferencia e inacción de las personas que estaban cercanas, personal del INM y otras, describe un cruel menosprecio de la vida de quienes estaban bajo su responsabilidad. Dejarlas encerradas, bajo un evidente riesgo de muerte, fue un acto inhumano que solamente se explica en un mundo donde las personas migrantes no tienen valor ni consideración alguna. ¿Cómo hemos llegado a esta injustificable y bárbara situación?
La militarización de la política migratoria –acordada por el titular de la SRE, Marcelo Ebrard, con el gobierno de Estados Unidos en junio de 2019– no fue un cambio menor ni de impacto limitado. La inclusión de las Fuerzas Armadas como aparato de contención –Sedena y la Guardia Nacional, principalmente– implicó añadir no solamente una estructura de fuerza física sino también un cambio en la concepción de la migración de tránsito y de los principios en su relación con el Estado. Desde el escenario militar, como es natural para las Fuerzas Armadas, los flujos migrantes se convirtieron en un objetivo, en una misión operativa –detener, contener– imaginados además como potencial amenaza para la seguridad nacional y soberanía territorial. El horizonte de las personas, de su circunstancia y la procuración de los derechos humanos, tendió así a quedar desplazado y subordinado entre el mapa operativo de una estructura militar.
Por este motivo, la militarización y la estructura de fuerza de la política migratoria son parte explicativa del crimen en Ciudad Juárez, en calidad de contexto que en sus líneas generales privilegia la contención y el rechazo. Se añaden como factores un modelo de gestión del INM que instrumenta la visión de fuerza, el modo agresivo y la mínima consideración a los derechos de las personas migrantes, que por si faltara algo son además parte de las “mesas de seguridad” en estados y municipios de muchos lugares del país, en el mismo parámetro que los asuntos de narcotráfico y similares. No es sorpresa que el ayuntamiento de Juárez haya destacado como fuente de agresividad contra migrantes y solicitantes de refugio, haciendo por su cuenta ilegales “operativos” mediante la policía municipal que regularmente terminan en extorsiones y asaltos.
“Con todo en contra”. Esta frase resume la coyuntura que en México encuentran migrantes y solicitantes de refugio. Y lo mismo enfrentan ante los Estados Unidos y sus estrategias de contención migratoria, que se han perfeccionado con el gobierno de Joe Biden y la condescendencia del gobierno de López Obrador. Si bien Estados Unidos ha desplegado un procedimiento para recibir hasta 30 mil personas mensualmente (de Cuba, Venezuela, Haití y Nicaragua), del otro lado impide el arribo de otras miles y miles que se encuentran en México, en tránsito hacia esta región o que son devueltas a México. Se abre una ventana, pero el propósito es cerrar la puerta, lo que ha logrado exitosamente por el momento el gobierno de Biden. Como en Juárez, el resultado es que las ciudades fronterizas mexicanas se convirtieron en espacios de aguda tensión social, acendrada por la agresividad de las autoridades locales, las migratorias y por la Guardia Nacional, que evidentemente no han registrado que forman parte de un gobierno que presume humanismo.
El año 2022 cerró con los números más elevados de la historia en arribos irregulares a la frontera sur de Estados Unidos: 2.6 millones de personas. Un tercio de ese total son de nacionalidad mexicana, en movilidad laboral y con un porcentaje importante de solicitantes de refugio. Solamente por este dato debiéramos reclamarnos congruencia. Hoy son tiempos urgentes para rectificar. La crisis provocada por el gravísimo crimen en Juárez –que lamentablemente el gobierno intenta reducir a evento menor y desviar responsabilidades políticas– debe motivar desandar la ruta de militarización de la política migratoria y corregir la severidad de sus principios.
El perfil social de las personas en tránsito por nuestro país ha cambiado sustancialmente. En su mayoría corresponde ahora a solicitantes de refugio –familias, mujeres y niñez– y menos a migrantes por motivos laborales, como era hasta hace pocos años. Es fundamental comprender este giro. Por consiguiente, la institución que debe tener vanguardia y coordinar las estrategias para su atención es la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) y no el INM, menos la Guardia Nacional. El marco jurídico predominante en esta coyuntura recae en la Ley sobre Refugiados, Protección Complementaria y Asilo Político.
Una rectificación en esta dirección es necesaria, ineludible. Tanto como el fincamiento ejemplar de las responsabilidades directas, indirectas y políticas relacionadas con el crimen de los migrantes en Juárez. Sería un agravio adicional no hacerlo. Cabe demandar también que el Estado mexicano ofrezca condolencias personales a las familias de los fallecidos y proceda a la reparación del daño en todas las formas posibles, incluyendo una indemnización pecuniaria significativa. El no olvido y la no repetición suponen el cambio de ruta y un mea culpa, así sea elemental, aunque la evidencia sugiera que esas palabras son ajenas al actual discurso gubernamental y sus actores.
*Profesor del PUED/UNAM. Excomisionado del INM