Democracia

Javier Sicilia

La palabra democracia volvió a ponerse de moda con la disputa por el INE. Las marchas multitudinarias del pasado 13 de noviembre en su defensa y la que este domingo encabezó López Obrado para intentar apoderarse de él, la han puesto de nuevo en el imaginario público. Lo que, sin embargo, debemos preguntarnos no es por el aparato que dice guardarla, sino por lo que la democracia es.

Como su nombre lo indica, la democracia es el “gobierno del pueblo”. La palabra es tan inabarcable que se ha intentado reducirla a la representación, es decir, al voto electoral, lo que ha terminado siempre en gobiernos que representan cualquier cosa menos al pueblo que los eligió. La democracia, por lo tanto, dice Douglas Lummis, no debe entenderse como un sistema ni como un aparato que pretende representarla, sino como lo que realmente es: un proyecto político que la gente manifiesta luchando por él. En este sentido, la democracia, dice Jean Robert, “es la subversión, no permanente, pero siempre posible en cualquier régimen, llámese o no democrático”; un momento político, precisa Sheldon Wolin, que al mismo tiempo que recrea y recuerda lo verdaderamente político, “tiene precarias perspectivas de éxito”. La democracia aparece así donde la gente se une para defender su libertad. Es a la vez un horizonte y un presente que como los ciclos del tiempo surge transitoriamente: es una primavera, una estación a la que inevitablemente la sigue otra, la del invierno, donde vuelve a oscurecerse.

En México ha habido varias. Recordemos las más recientes: las movilizaciones de 1968, las que provocó el levantamiento zapatista en 1994, las de las víctimas convocadas por el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad en 2011, las de las mujeres el 9 de marzo de 2020 bajo el lema de Un Día Sin Nosotras. Apareció de nuevo en la marcha del 13 de noviembre. No obstante que los partidos políticos se montaron en ella para intentar expropiarla, la marcha fue en realidad un momento democrático en el que la gente salió a defender su libertad, su capacidad de autogestionarse y gobernarse. Contra ella, el presidente, que dice ser el representante del gobierno del pueblo, llamó a otra. Pero su movilización, convocada desde el poder y nutrida con miles de seres acarreados como bovinos, sólo representa un remedo. Si alguna vez López Obrador vivió algo parecido a una primavera democrática fue en el Éxodo por la Democracia en 1991 en defensa del voto. La que acaba de realizar el 27 de noviembre es, como los mítines que suele hacer desde que llegó al poder, la justificación de una transformación abortada, de una democracia traicionada, la confirmación de lo que Georges Orwell decía con respecto al uso que todo poder hace de ella: un argumento ambiguo que busca ocultar su carácter antidemocrático. La democracia que hoy defiende López Obrador, como la que defienden los partidos, no es la de la gente, sino la de Hobbes, que no creía en ninguna primavera política y cuya única respuesta al invierno era y sigue siendo el Leviatán: la deposición de la libertad y la autonomía de la gente a los pies del Estado y ahora también del crimen organizado que se ha vuelto parte de él.

Es verdad que la democracia no puede prescindir del poder que ella otorga a alguien. Pero también es verdad que ese poder, una vez asumido, termina por traicionarla. Por más democráticos que sean, los gobiernos son en realidad la expresión de un poder robado al pueblo. En ese momento, la democracia pierde su carácter autogestivo y libertario para convertirse en un aparato que administra la vida de la gente mediante el gobierno de unos cuantos o de uno sólo. El poder instaurado en una democracia es paradójicamente lo contrario a ella. No podemos escapar a esa contradicción. Pero la amarga memoria política debe tenerla en cuenta. Podemos discutir si esto es irremediable; si todo proceso democrático implica siempre un gobierno representativo que termina por traicionar al pueblo. Lo que es incontestable, dice Jean Robert, “es que toda voluntad política”, es decir, toda democracia, compromete “una toma de posición frente al poder”. Tal y como se manifiesta siempre en esos momentos en los que la gente sale a defender su libertad, ese posicionamiento es una respuesta al poder robado mediante su renuncia a tomarlo: los muchachos del 68, los indígenas zapatistas, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, las mujeres de Un Día Sin Nosotras y los que marcharon el 13 de noviembre no querían tomar el poder. Expresaban, como siempre se expresa la democracia cuando surgen movimientos de esa naturaleza, su principio supremo: la libre asociación. Paradójicamente, su presencia en las calles, al mismo tiempo que expresa la renuncia al poder, lo ejerce para obligar a quien lo robó y lo detenta a limitarse. Limitar el poder político no es un rechazo anarquista. Es, por el contrario, el ejercicio democrático más profundo: el que hace posible que la libre asociación y la confianza mutua no sucumban bajo el invierno del poder robado.

La democracia está allí donde la libertad amenazada hace a las personas organizarse entre sí para defenderla; está donde el nosotros democrático se expresa como autogestión y guarda la semilla de una nueva primavera.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos. 

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