Las orejas de Midas y el azote del oro
Juan Eduardo Martínez Leyva
Midas fue rey de Frigia, una región ubicada en la antigua Anatolia. La capital de Frigia llevaba el nombre de Gordia, en honor a su padre. A su paso por este lugar -cuenta la leyenda- Alejandro Magno deshizo con su espada el nudo gordiano, imposible de desatar hasta entonces con las destrezas e inteligencias convencionales.
El mito del rey Midas ha llegado hasta nosotros por el fantástico don que le fue concedido por el dios Baco, consistente en que todo lo que tocaba se convertía en oro. La expresión: “es un rey Midas”, se usa ahora para resaltar las habilidades de ciertas personas para hacer buenos negocios y ganar mucho dinero. Este atributo se usa actualmente en sentido positivo, sin embargo, en el mito tiene una connotación negativa y refleja la insensatez y ambición desmedida del personaje.
Según el relato de Ovidio, Baco había emprendido un paseo por las viñas que se encontraban en Lidia, entre los ríos Timolo y Pactolo, acompañado de su corte de sátiros y hermosas ménades. Sileno, mentor del dios del vino y el más sabio y ameno de los sátiros se había extraviado ebrio en los vecinos campos frigios. Unos campesinos del lugar lo encontraron tambaleándose, lo ataron y lo llevaron ante el rey Midas.
El monarca lo reconoció al instante. Sabedor de la amistad entre Sileno y Baco, pero, sobre todo conocedor del gusto que Sileno tenía por las fiestas y las orgías, le organizó unas que duraron diez días. Al terminar la bacanal Midas entregó a Baco a su extraviado amigo, sano y satisfecho. En compensación por haberlo cuidado, el dios le pidió al rey que escogiera un regalo. Sin importar cual fuera, le sería concedido. Midas pidió: “haz que todo lo que toque mi cuerpo se convierta en oro de amarillento reflejo”. Baco afligido le concedió lo que pedía, pensando que el rey podía haberle solicitado algo más sensato, porque sabía que sus consecuencias podrían ser desagradables e incluso fatales. El atributo mágico empezó a surtir su efecto y luego del gozo inicial por ver cómo todo lo que era alcanzado por sus manos se tornaba dorado, pronto empezó a sentir sus inconvenientes. Los alimentos, el agua y el vino eran transformados en algo imposible de ser digerido por su cuerpo. A pesar de haberse convertido en un hombre inmensamente rico, no tenía forma de aplacar su hambre o saciar su sed. Atormentado por los efectos de su deseo imprudente, imploró al cielo que le devolvieran a su estado anterior y lo libraran del “azote del oro”. Baco compadecido lo regresó a su naturaleza original.
La historia no termina allí. En otra ocasión se pudo ver lo atrofiado que el rey tenía su entendimiento. Midas se retiró a vivir al campo, cerca de la ciudad de Sardes, donde llevaba una vida austera y sencilla, alejada de la opulencia y el lujo. Allí escuchaba embelesado las melodías que el dios Pan tocaba con su flauta de caña, dedicadas a las ninfas del bosque. Pan tuvo la osadía de afirmar que su música era mucho más bella que la que salía de la lira de Apolo. Esta arrogancia no pasó desapercibida para el hijo de Zeus, quien por supuesto sostenía lo contrario. Ambos acordaron enfrentarse en un duelo musical y escogieron como juez de la contienda al respetado anciano Etmolo, dios de las montañas. El viejo primero escucharía las canciones de uno y luego del otro, para posteriormente emitir su justo e inapelable veredicto. Después de colocarse en la cima de un monte y aguzar muy bien los oídos, le pidió a Pan que iniciara su concierto. El dios de los pastores, ni tardo ni perezoso hizo sonar su rústica flauta. A Midas, que casualmente pasaba por el lugar y no tenía nada que ver en la disputa, esos sonidos salvajes le parecieron maravillosos.
Llegó el turno de Apolo, quien tomó con su mano izquierda la lira de marfil, adornada con piedras preciosas, y con su mano derecha, la delicada púa. Al pasar su pulgar por las cuerdas se escuchó un sonido armonioso y dulce, que sólo un verdadero maestro del arte podría tocar. La música de Apolo alegró todos los rincones y suscitó gran entusiasmo.
El venerable juzgador no tardó en dar a conocer su sentencia. Invitó a Pan a reconocer que el sonido de la cítara había vencido al de su flauta. El fallo fue acatado de buen modo por los concursantes y por los demás oyentes. El rey Midas que era de poca entendedera en asuntos de la música y muchos otros temas de la vida, consideró, exhibiendo su ignorancia, que la decisión había sido injusta por no concordar con su gusto personal. Puso en duda la imparcialidad del venerado Etmolo y atacó su resolución.
Apolo consideró que unas orejas tan rudimentarias e ignorantes como las de Midas, que no sólo eran incapaces de distinguir la calidad de los sonidos, sino que tampoco sabían escuchar la voz de la justicia -esas orejas, pensaba-, no deberían conservar la forma humana. Entonces, hizo que las orejas de Midas se alargaran, las cubrió con pelos blancos y las hizo flexibles en su base como las de un animal de paso lento conocido como asno.
Midas avergonzado intentó cubrir sus grandes orejas con una gruesa diadema escarlata y no quiso que nadie se enterara de su desgracia. Llegó el día en que tenía que cortar su cabello y llamó a uno de sus criados para que lo hiciera. El peluquero real descubrió lo que su amo ocultaba. En un principio, se propuso no divulgar el secreto, pero un día no pudo contenerse y sintió que era inevitable decirlo. Para que nadie lo escuchara corrió hacía el campo, cavó un agujero y en voz baja le contó a la tierra lo que había visto. Tapó el hoyo y regresó sin volver a hablar del asunto. En ese campo con el tiempo crecieron unas cañas, que con el más leve movimiento del viento repetían las palabras ahí escondidas: Midas, mi amo, tiene orejas de burro.