Sabiduría para tiempos prelectorales
Edgardo Bermejo Mora
La felicidad de negarse a competir
Es costumbre en México que a cada nueva contienda electoral que se avecina, los partidos políticos convoquen a veteranos y viejos figurones de la vida pública o la militancia para ocupar algunos sitios de honor en las listas de candidatos de representación proporcional. Caben también en esa lista, aspiracional y más bien simbólica, militantes de menor trayectoria que deberán pasar por ahí en el arduo camino para ascender políticamente dentro de sus partidos.
No me refiero a los primeros lugares de dichas listas, reservados para figuras de primera fila a quien les habrá de tocar un asiento legislativo con toda seguridad y una posición prominente en sus grupos parlamentarios, sino a quienes quedarán registrados ante el INE muchos renglones abajo, con muy escasas posibilidades de alcanzar un puesto parlamentario al final del recuento de los votos.
Los presuntos candidatos podrían acceder a una curul sólo en el caso de que los resultados de la votación tomen un rumbo indeseable para sus partidos, es decir que compensen su derrota en los distritos con una jugosa cuota de representación proporcional. Sólo entonces los últimos candidatos de la fila plurinominal podrán aspirar a un curul o un escaño. De lo contrario, su postulación no dejará de ser vista como un reconocimiento implícito a su decadencia política, y como una alternativa indeseable ante su incapacidad para decir simplemente “no” y retirarse a tiempo y dignamente.
Para todos ellos resultaría estimulante la lectura de una perla del pensamiento clásico chino, atribuida al sabio Chuang-Tzu, uno de los padres del taoísmo, (siglo IV a.c.) y traducida al español por Octavio Paz. El pasaje se titula “La tortuga Sagrada”.
“Chuang-Tzu paseaba por las orillas del río Pu. El rey de Chou envió a dos altos funcionarios con la misión de proponerle el cargo de primer ministro. La caña entre las manos y los ojos fijos en el sedal. Chuang-Tzu respondió: «Me han dicho que en Chou veneran una tortuga sagrada, que murió hace tres mil años. Los reyes conservan sus restos en el altar familiar, en una caja cubierta con un paño. Si el día que pescaron a la tortuga le hubiesen dado la posibilidad de elegir entre morir y ver sus huesos adorados por siglos, o seguir viviendo con la cola enterrada en el lodo, ¿qué habría escogido?»”. Los funcionarios respondieron: «Vivir con la cola en el lodo». «Pues bien, esa es mi respuesta: prefiero que me dejen aquí, con la cola en el lodo, pero vivo»”.
El dilema de la lealtad
Cuando a la política mexicana le llega el momento de reclutar candidatos suele ocurrir también que al mismo tiempo asistamos a la temporada de las migraciones y los cambios súbitos de sigla partidista, de individuos, corrientes o grupos insatisfechos por tal o cual marginación. Son ellos los insumisos que han sido excluidos del banquete de las nominaciones partidistas a los puestos de elección popular en todos sus niveles.
Es entonces cuando nos enteramos de renuncias, denuncias y confesiones precipitadas, por medio de las cuales el aspirante incomprendido ofrece sus servicios a terceros y regatea su presunta popularidad en el mercado electoral que se aproxima. Si, además, el damnificado fue un precandidato presidencial, sus bonos a canjear en el mercado de las siglas partidistas y las encuestas aumentarán significativamente su valor.
Se presenta entonces un dilema para el público elector que debe discernir sobre la naturaleza legítima o no de estas mutaciones. Propongo por lo tanto llamar a este proceso el Dilema de Blake o de Borges del cambio súbito de camiseta. Ambos escritores nos ofrecen dos maneras diferentes de entender una situación así.
Si hemos de atenernos a la opción A, es decir la explicación de William Blake, cabe recordar la sentencia del poeta británico cuando escribió: “El hombre que no cambia de opinión, es como agua estancada y cría reptiles en su espíritu”.
De esta manera, Blake abre una puerta de legitimación a los tránsfugas del calendario preelectoral, y les otorga un salvoconducto moral incuestionable bajo la fórmula coloquial que simplemente sentencia: “es de sabios cambiar de opinión”.
Pero si no, es decir, si lo que se percibe es un mero cambio de siglas en pos de ese trofeo mayor que es una curul, un escaño, una gubernatura, o la presidencia misma, entonces un poema del argentino Jorge Luis Borges nos brinda una exquisita opción B: “Te ofrezco la lealtad de un hombre que nunca ha sido leal”.
Un cínico que -como se ha dicho- es simplemente un romántico conservado en el vinagre de la sinceridad- podría preguntarse entonces: ¿Hay acaso mejor y más ambigua lealtad que esa? El que reconoce que nunca ha sido leal, cuando por fin la ofrece ¿Es porque esta vez habrá que creerle tomando en cuenta que al menos se ha sincerado al admitirlo? ¿O aceptar que nunca ha sido leal es una advertencia fatal para reconocer que nunca lo será?
Deberá decidir el elector entre Blake o Borges, o pensar a la hora de emitir su voto en un aforismo de Elías Canetti: “Es tan conciliador, que olvida con quién estuvo negociando ayer”.