Echarle más leña a la hoguera

Humberto Morgan

Vivimos tiempos en los que la razón y los argumentos con sustento en la realidad, han cedido su lugar a las fake news. A informaciones con alta carga emocional, en la que predomina el odio, la indignación y la descalificación del otro.

Días, en los que la infodemia y la política degradada a un mal espectáculo, son insumos y tabla de salvación para muchos políticos, que al no encontrar estrategias, programas o acciones que mejoren la calidad de vida de los ciudadanos, optan por polarizar y alimentar el encono. Esa cortina de humo que oculta las miserias de los pésimos ejercicios de gobierno, que lo mismo encabezan oficialistas que opositores.

Así, vemos como nunca, una nefasta soberbia y arrogancia de diversos titulares de los tres órdenes de Gobierno. Nadie puede hacer notar, aun con hechos objetivos, los errores del presidente, los gobernadores, alcaldes e incluso legisladores, porque tienen un poderoso pretexto que se esgrime en automático: son ataques de mis detractores, que desean el mal a mí y a mis conciudadanos. Con esa vil justificación, transgreden la constitución, el compromiso moral con sus representados y las promesas de campaña que reiteraron como verdad.

Para ellos, es más cómodo llevar todo al pleito cantinero, que asumir sus responsabilidades y corregir lo mal hecho. Utilizan una de las máximas de la comunicación, la de confrontar sin argumentos que desmientan, descalificar y obviar lo que no conviene. En esta tarea, son imprescindibles los medios amigos, las tribus digitales, los bots, trolls y las botnets.

Con dicha actitud, en la que no existe la lógica de la responsabilidad legal ni moral, es muy conveniente echar más leña a la hoguera, para que las tribus digitales, a las que solo importa la defensa de lo que consideran es su propia identidad (chairos o fifís) y los despachos de bots, enrarezcan y degraden la conversación al nivel de los insultos e injurias, perdiendo de vista lo importante, la conducción adecuada de la Administración Pública.

Nunca como hoy, el político se desentendió de la obligación de rendir cuentas, de mantener recato y prudencia, aceptando que se debe a los ciudadanos que lo eligieron en las urnas y que no es libre de externar su rabia y frustración al primer señalamiento de incumplimiento y fallo en su encargo.

Habría que recordar, que las luchas que costaron años de sufrimiento, sangre y organización popular, tenían una consigna fundamental, obligar a los servidores públicos a dar resultados y rendir cuentas, siempre con una actitud de respeto a los ciudadanos.

Hoy, en este clima de hostilidades, de posverdades, de cinismo e hipocresía, cualquier funcionario público puede hacer y decir, sin filtros ni recato, todo tipo de barbaridades, pues, aunque sea reconvenido por los ciudadanos, los medios de comunicación e incluso otro poder constitucional, no pasará a mayores.

Lo más fácil para ellos, es victimizarse, descalificar con más virulencia a sus adversarios y pasar por su administración, primero “nadando de muertito” y luego, buscando el siguiente encargo. En esta etapa pospandemica, el mal que corroe a la política es el de incentivar a cualquier precio la popularidad, aunque no haya logros tangibles en el ejercicio de gobierno.

Por eso es tan común, que muchos de nuestros representantes populares, no quieran gobernar ni avivar su vocación social, lo que desean, es ser estrellas de las redes sociales, desde donde se simula dirigir una entidad y luego, gastar los recursos públicos para la siguiente campaña electoral, como en aquella época totalitaria del PRI.

Nadie está exento de esto, ni los representantes del régimen, ni los líderes de la oposición. Somos testigos de campañas adelantadas, que dicen, no son campañas y de candidatos encubiertos en Defensores de un movimiento y Coordinadores del otro.

Mientras acontece lo expresado, los ciudadanos estamos más interesados en defender a nuestro bando que, en exigir cuentas a nuestros gobernantes. Los políticos convencionales tienen un escenario inmejorable, no se responsabilizan de nada, tratan a los ciudadanos y a la opinión pública con desprecio y no tienen obligación alguna para dar la cara por sus acciones.

Tal vez no es culpa de ellos, sino de nosotros los ciudadanos que, enfrascados en nuestras luchas viscerales y catárticas, les consentimos todo. Como el hijo mal educado, que dilapida nuestro patrimonio y salud emocional, pero, aun así, seguimos arropándolo y ofreciéndole nuevas oportunidades.

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