Los LTG y la política del hecho consumado

Carlos Bravo Regidor

La polémica en torno a los nuevos libros de texto gratuitos (LTG) ha concentrado buena parte de la conversación pública durante los últimos días. Distintos especialistas han alertado contra los errores factuales, el lenguaje inadecuado, las reducciones o déficits temáticos –particularmente en matemáticas, historia y ciencias–, el desorden conceptual, la cuestionable pedagogía de la que adolecen y un largo, largo, etcétera (véanse, por ejemplo, los argumentos de Diego Armando Piñón López , Irma Villalpando , Eduardo Backhoff , Gilberto Guevara Niebla , Alma Maldonado , Marco Fernández , Renato Iturriaga y Luz de Teresa ). También se han denunciado varias violaciones a la Ley General de Educación por la falta de diagnósticos y consultas previas, la ausencia de planes de estudio, el desacato a las obligaciones de transparencia y publicidad de las autoridades educativas, así como por nula capacitación al personal docente que habrá de enseñar con los nuevos LTG. Es un escándalo, pero a estas alturas nadie puede llamarse honestamente a sorpresa. He aquí, reiterado por enésima ocasión, el modus operandi del obradorismo: prisa, opacidad, improvisación, descuido, irresponsabilidad, en fin, la incompetencia disfrazada de transformación como marca del sexenio.

La respuesta frente a esas alarmas y denuncias también tiene todo el sello de la casa obradorista. Por un lado, la burla de sus aspectos menos afortunados o más estridentes como recurso para tratar de descalificar la totalidad de los señalamientos, sobre todo para no habérselas con los más graves y sustantivos. No hay manera de defender los nuevos LTG, pero siempre habrá la posibilidad de eludir ese problema atacando a quienes lo exhiben. Y, por el otro lado, el subterfugio de la indignación que “desenmascara” las inconformidades como una mera campaña de desprestigio por parte de los adversarios del gobierno o de grupos “conservadores” que están viendo afectados sus “negocios” o “privilegios”, que no tienen ningún interés legítimo en la educación y están motivados por un afán político o de lucro. Como ironizaba hace un par de días Emilio Blanco , el intercambio acaba reducido al absurdo:

– Con estos libros de texto buscamos formar ciudadanos críticos.
– Bueno, yo tengo una crítica al…
– ¡Cállate, lacayo del imperialismo!

Con todo, más allá de esos rasgos ya tan conocidos en cuanto a sus políticas públicas y su estrategia de comunicación, lo cierto es que en este episodio hay otro rasgo característico del repertorio obradorista sobre el que vale la pena detenerse: 1) se toma una decisión a la ligera, se implementa sin seguir los procedimientos establecidos ni respetar las normas; 2) se generan nuevos problemas, consecuencias contraproducentes, resultados cuestionables, surge una reacción muy adversa en la opinión pública pero se repudian las críticas sin importar su validez ni fundamento; 3) lo esencial se ahoga en el ruido de la polémica, se ignoran los malos resultados y, al final, la decisión se mantiene. Me refiero concretamente a ese tercer inciso, a lo que propondría llamar la política del hecho consumado; es decir, a la forma en que el gobierno federal gestiona el conflicto sin admitir ni corregir nada, misma que quizá podría resumirse con la mexicanísima fórmula: “…y háganle como quieran”.

¿En cuántos casos a lo largo de estos casi cinco años hemos visto una secuencia parecida que desemboca en ese lugar donde el gobierno viola la ley, descalifica cualquier crítica y se atrinchera en su decisión? ¿Cuántas políticas y obras han tenido un desenlace similar, sin importar los costos ni las consecuencias? ¿Y en cuántas de ellas se ha reservado información para impedir que se coteje el discurso con la realidad y así obstaculizar la rendición de cuentas? No son accidentes ni hechos aislados, es un patrón, una manera de gobernar que, ante la imposibilidad de salirse con la suya por la vía institucional, apuesta a imponerse por la fuerza de los hechos. ¿Cuántas más?

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