Samuel y lo monstruoso
Javier Sicilia
Más allá del debate político que el acenso y la caída de Samuel García en busca de la Presidencia ha suscitado, hay en él y en Mariana Rodríguez, su pareja y su demiurgo, algo monstruoso. No sólo la capacidad de las redes sociales y el uso de los algoritmos para trastocar la realidad y crear consensos, sino también lo que, quizá, será la vida política para las subsecuentes generaciones.
El mundo de los sistemas, al que día con día nos enchufamos más a través de computadoras y celulares, ha ido creando nuevas percepciones sobre lo real. La capacidad que tienen de crearnos una experiencia de ubicuidad, de hacernos creer que los despropósitos que corren por sus redes se vuelven verdad por el número de seguidores y el poder de sus influencers, y que bajo el imperio de un teclado o un mouse podemos cambiar la realidad, producen un mundo paralelo que tomamos por lo real mismo.
Esta capacidad de lo sistémico ha sido entendida por los políticos como una llave que abre las puertas de acceso al poder. Muchos de quienes han llegado a él en los últimos años, lo han logrado utilizado los algoritmos, las redes y sus múltiples posibilidades. La diferencia, sin embargo, entre ellos y Samuel y Mariana, es que mientras aquellos, que pertenecen a generaciones donde esos medios no existían, han tenido que rodearse de gente que sabe utilizarlos, García y Rodríguez nacieron con ellos. El sistema y sus usos son parte de su existencia; una extensión de sí mismo. Eso no sólo los posicionó en el mercado político, sino que produjo en ellos la percepción de que la realidad se comporta con esos criterios. Bajo esa percepción, confiado en la capacidad expansiva que Mariana ejerce en las redes, alentado tanto por sus triunfos como por López Obrador y Dante Delgado, Samuel se lanzó en pos de la Presidencia.
El error que cometió y lo hizo recular, no estuvo, sin embargo, allí. El mundo de los sistemas y las imbecilidades que produce embrujan cada vez más las mentes, sobre todo de gran parte de las nuevas generaciones –Milei llegó al poder con el voto de buena parte de ellas–. Estuvo en el hecho de que Samuel se espantó frente a una realidad que no se sometía a sus percepciones. Creyó que, al igual que las redes de Mariana no dejan de acoger bovinamente sus múltiples idioteces, la Cámara de Diputados acogería sin chistar su ocurrencia de dejar como interino a Javier Navarro, su secretario de Gobierno. No sucedió así y volvió, como se ha narrado ya en los medios, a su gubernatura donde, hasta antes de estos sucesos, controlaba la realidad en las redes y aún cree que seguirá controlándola. ¿De haber seguido en su empeño, ganaría la Presidencia? Quizá.
En el mundo de las redes y el algoritmo, la imbecilidad reina. Lo han demostrado Trump, Milei y decenas de populistas que han llegado al poder en otros países; lo han demostrado también López Obrador, que ha sabido usarlos, junto con los medios de comunicación y su mañaneras para reinar en medio del caos. En el caso de Samuel no lo sabremos. El terror que le produjo la realidad real, amputó esa posibilidad. Quizá vuelva para las elecciones de 2030. El algoritmo y las redes mandan, producen en su velocidad olvido y embrujan las conciencias. Pero aun cuando Samuel hubiese mantenido su empeño, su posible triunfo sería irrelevante. La imbecilidad que imponen los sistemas es la temperatura del siglo y ha contaminado tanto la vida social como política. Hay que verlo no sólo en López Obrador, los gobernadores, los presidentes municipales y los criminales, que hoy nos tienen secuestrados, sino en la inanidad de los discursos de cualquiera de quienes aspiran a sucederlos y de los millones de votantes que se conglomeran a su alrededor. Los sistemas han logrado no sólo generalizar y llevar hasta lo inimaginable lo que hizo posible el surgimiento de la Alemania nazi: repetir una mentira hasta convertirla en verdad y volver cualquier desproporción realidad.
Lo monstruoso de Samuel no está, por lo tanto, en su capacidad de mentir y traicionar, ni en su regreso a trompicones a la seguridad de su vida de funcionario. Es la forma en que los políticos suelen comportarse. Está, en cambio, en lo que expresa del comportamiento social y político de una buena parte de su generación y de las que vienen, que ya ha empezado a contaminar todo: oligarquías que, como decía Chesterton, “no poseen otra cosa que su propio existir” y a toda costa quieren expulsar la densidad de lo real y sus capas de historia y cultura substituyéndolas por la inanidad de sus deseos y sus intereses. Generaciones que, dominadas por el algoritmo, habitan ya la agitación, la confusión, la vulgaridad, el sentimentalismo y la incapacidad crítica. Hordas que, en una especie de eterna adolescencia, exigen soluciones inmediatas y se emberrinchan cuando la realidad las contradice. En ese mundo, el lenguaje mentiroso de la propaganda política se fusiona con el del alfabeto del espectáculo haciendo que el político y sus votantes no se distingan ya del cantante de moda y sus espectadores. Los militantes de los nuevos tiempos se prometen a sí mismos el cumplimiento de un reino cuyo imperio, disfrazado de libertad, es la obediencia a las corrientes infinitas que el sistema oferta, y la capitulación sin condiciones ante el poder que ejercen.
Un mundo así está amenazado del horror y la muerte que brota por todas partes como salitre en una casa derruida.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.