Las quimeras del sistema financiero mexicano

Gabriel Reyes Orona

Han pasado años desde el más reciente ajuste estructural de las normas que preservan la sanidad financiera de nuestro sistema financiero. Hoy, éstas nuevamente muestran signos de agotamiento. Es claro que las instituciones que lo conforman han aprendido a sortear los límites y restricciones impuestos por los concilios internacionales en materia de supervisión financiera, y, una vez más, como sucedió a principios de los años 90 del siglo XX, resultan insuficientes para mostrar la efectiva situación de los intermediarios.

Dicha situación se agrava por la existencia de autoridades que están atrapadas en el dilema del regulador. Así es, quienes debieran dar la señal de alerta son quienes han decidido guardar cómplice silencio, al albergar un notorio conflicto de interés, siendo claro que no quieren, bajo ningún concepto, adoptar necesarias acciones preventivas, y, mucho menos, correctivas. Todo señalamiento los pone en vías de tener que asumir el control y saneamiento del intermediario en problemas, por lo que han decidido decretar la inexistencia de éstos.

Como ya lo dijimos al celebrarse la convención bancaria en este año, el sospechoso decreto de abultadas utilidades, así como su retiro, lejos de ser buena noticia, constituyó el primer foco de alerta, dado que resulta que los accionistas de algunas instituciones llevaron al cabo el retiro de artificiosas utilidades que no fueron analizadas con el debido cuidado, ni menos aún, objetadas por el agente regulador, antes de su pago.

En perjuicio de los ahorradores, muchos administradores bancarios se sirvieron con la cuchara grande, al ser capaces de “cumplir” sobradamente con las exigencias regulatorias, sin embargo, es evidente que las cifras de capitalización y reserva derivan de audaces mecanismos de interpretación contable y no de condiciones favorables de rentabilidad.

Debe tomarse en cuenta que no existe una dinámica virtuosa de demanda de crédito bancario, o no, al menos, una que justifique los alegados rendimientos, por lo que es de estimar que la plusvalía retirada proviene de la optimista apreciación, sino es que, hasta de una deliberada sobrevaluación, de activos, y no de un flujo efectivamente percibido.

Simultáneamente, es perceptible que existe un soterrado crecimiento de la cartera vencida, pero que este es manipulado bajo artificiosos mecanismos de reestructura, que lo único que consiguen es mantener el problema bajo el tapete, difiriéndolo. Objetivo que tiende a ser prohijado y hasta alentado por agencias gubernamentales, que son víctimas del apuntado dilema. La aludida sobrevaluación es coincidente con una visión excesivamente optimista de la recuperación, la cual no parece ser congruente con la realidad.

La presencia de noveles supervisores financieros permitió que los muy avezados intermediarios superaran, con facilidad, pero sin veracidad, los procedimientos de revisión, resultando que las áreas técnicas han podido obtener validación de las autoridades de balances que no se compadecen con lo que efectivamente ocurre en nuestro mercado financiero, tal y como ocurriera a principios de la última década del siglo pasado.

En ese entonces, los reguladores, más que garantes de la transparencia y objetiva valoración de los elementos que integran los balances financieros se convirtieron en oficiosos promotores de los integrantes del sistema, asumiendo, erradamente, que la presentación de boyantes estados financieros de los sujetos regulados les presentaría ante sus jefes como eficientes guardianes de la estabilidad, asunto que, a la postre, terminó siendo causa de pérdida de la credibilidad sistémica. Ésta, tarde o temprano, redunda en la gradual reprobación de los intermediarios, empezando por los menos exitosos, quienes sufren de intensas acciones especulativas, afectando, eventualmente, a todos los que integran al sistema.

Al menos existen ocho intermediarios bancarios que acusan condiciones de fragilidad, a los que las autoridades evidentemente no prestan atención, a modo de evitar el tener que operar rescates u otorgar medidas de flexibilización, que, en todo caso, saben eventualmente serán criticadas.

La Comisión Nacional Bancaria y de Valores ha sido completamente silente ante el señalamiento de que existen captadores de ahorro que tienen como clientes relevantes a empresas que afrontan procesos de impago generalizado o hasta procesos concursales. Esas instituciones han iniciado el típico proceso de doblar apuesta, bien, ofreciendo altas tasas de interés o flexibilizando, irresponsablemente, las condiciones en el otorgamiento de créditos, dando cabal cuenta de la imperiosa necesidad de ampliar la captación de manera acelerada. Esa Comisión, antes de aprobar el cuestionable comportamiento de retiro; la laxitud en el otorgamiento de crédito, o el pago inusitado de rendimientos, debió llevar al cabo profundos programas de revisión, desarrollando instrumentos correctivos, sin embargo, prefirió diferir el problema, permitiendo excesos que sólo exacerbarán el problema.

Por otro lado, es claro que la inflación ha surgido bajo esquemas novedosos, los cuales distorsionan su medición, ello es así, ya que el ajuste de precios ocurre mediante una disminución en la cantidad o la calidad de los productos y servicios, ocurriendo el encarecimiento de éstos, pero manteniendo nominalmente los precios, garlito que resulta aceptable a los políticos, quienes se aferran a una medición convenientemente deficiente.

Los controles de precios, así como los acuerdos gubernamentales, tienden a preservar la apariencia de estabilidad nominal, que no es sino en un espejismo en el que el ingreso de la población sólo aparenta comprar lo mismo, cuando, en realidad, su capacidad de compra registra un deterioro gradual. Los instrumentos de medición, tanto comerciales, como los monetarios, no se han modernizado para adaptarse a las novedosas formas de encarecimiento, arrojando cálculos alegres.

El hecho de que el mercado de pesos tenga poca o nula regulación ha puesto en duda la efectividad de la capacidad de control de nuestro banco central, privando en el mercado de pesos un desorden generalizado, que coloca a la moneda nacional en una situación de vulnerabilidad que excede, en mucho, la capacidad de reacción del instituto central. Lejos de ser objeto de regocijo la elevadísima comercialización del peso en el exterior, ella invita a la reflexión, así como a realizar una profunda valoración de la forma y términos que la determinan, y, particularmente, de quienes han llegado a ser los grandes operadores que concurren a tal mercado.

El denominado superpeso claramente ha restado competitividad al sector exportador, minando la capacidad de reposición de inventarios y el pago a proveedores que enfrentan una inflación oficial notoriamente distorsionada o mal medida. A la fecha, es claro que existe un aumento en el volumen y monto nominal de lo exportado, pero no necesariamente en el efectivo valor de lo recibido.

Al igual que sucedía con el yen en los años 80, hoy, el dólar subvaluado es un instrumento de protección del mercado interno americano, el cual, adquiere tal condición bajo un auspicioso y bien controlado tratamiento de las remesas.

Teniendo en cuenta de que la economía informal en nuestro país ya supera el tamaño de la formal, sin entrar a detalle de la composición de la primera, resulta claro que la apabullante oferta de dólares producida en el primer segmento, al ser bancarizado en el segundo, produce una paridad que refleja todo, menos el efectivo valor de cambio. Esto es, el tipo de cambio refleja el tamaño, fortaleza y crecimiento del lado oscuro de nuestro aparato productivo, poniéndonos en manos de quienes lo controlan. Hay que echar campanas al vuelo, pero para anunciar que existen condiciones de alerta en nuestra economía.

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