La burocracia que no se construyó
Saúl Arellano
Uno de los grandes desafíos que tiene todo gobierno es la construcción, consolidación o fortalecimiento de burocracias eficaces, que tengan la capacidad de implementar las políticas de Estado a qué están obligadas todas las administraciones para dar adecuado cumplimiento a los mandatos constitucionales, que en el caso mexicano se expresan en la compleja y amplia agenda de los derechos humanos.
Sin embargo, dado el modelo presidencialista con el que nos regimos, y que en este gobierno se llevó a niveles que se creían ya superados en el siglo XX, la consolidación de un sistema civil de carrera en la administración pública federal ha sido una cuestión poco más que imposible, pues cada que llega un nuevo gobierno, aun siendo del mismo partido político, se lleva a cabo una “limpia” de personal que llega en no pocas ocasiones a mandos medios o incluso inferiores.
Lo anterior se relaciona con la visión patrimonialista del poder que en el caso mexicano implica asumir que no solo los recursos públicos le pertenecen al grupo gobernante, sino que, en sentido estricto, cada plaza, cada espacio laboral, puede ser manejado al antojo y arbitrio de quién es titular de las dependencias, quienes fungen como correas de transmisión, en línea vertical descendente, en la administración y control de los espacios laborales en el gobierno.
Desde esta perspectiva, las últimas administraciones del PAN (2000-2012), del PRI (2012-2018), colocaron a personas de una alta capacidad técnica en los cargos clave, pero con la paradoja de que se trataba, en la inmensa mayoría de los casos, de auténticos perfiles tecnocráticos, sin mayor sentido de lo público y de compromiso con el país. De esta forma, se tuvo una enorme eficiencia en el saqueo y en el uso del aparato del Estado para beneficiar a unos cuantos.
En el caso de Morena no ha sido muy distinto. Sin embargo, podría pensarse que estamos en el peor de los mundos porque se contrató a personal que, con excepción de Hacienda y algunas dependencias donde el rigor técnico es insustituible, carecía de experiencia administrativa y de gestión, dando preferencia a perfiles vinculados a la operación político-electoral, los cuales operan bajo la lógica de “hágase y luego se arregla”, pasando por encima de procesos normativos y reglamentarios, así como legales, bajo la percepción de que “si el o la jefa lo mandan” se tiene que llevar a cabo.
Esta situación puede llevar a una severa crisis al momento de que se lleve a cabo la transición del gobierno, pues aun cuando se trate del mismo partido, y de que el actual Ejecutivo ha afirmado que está por encima de la Ley, en realidad las y los funcionarios estarán obligados a rendir cuentas de lo que hicieron o dejaron de hacer, y en los casos en qué hayan ocurrido en faltas, se harán acreedores a sanciones que pueden ir de leves a muy graves.
Entre las grandes oportunidades perdidas está es justo una de las más preocupantes, porque aún no queda claro exactamente en qué ha consistido, en términos de visión de gobierno, programática y presupuestal, la llamada Cuarta Transformación, pues cada vez más se confirma el hecho de que se ha tratado solo de ocurrencias, ejecución de obras sin una noción de integralidad, así como una estrategia sin futuro de reparto de dinero líquido que no puede extenderse al infinito sin colapsar a las finanzas públicas.
Así, una de las peores herencias que tendrá quien gane la presidencia de la República será una burocracia que respondía en bloque al liderazgo de López Obrador, pero la cual no sabemos si responderá en el mismo sentido ante quien resulte elegida como la primera presidenta de México.
La continuidad de un proyecto requiere no solo del triunfo en las urnas. Exige de capacidades de administración y de gobierno. De gestión de procesos, de procesamiento de la complejidad y de la adecuación permanente de los diagnósticos para el diseño y rediseño de la política pública. El problema que tenemos es que desde hace mucho que se agotó el tiempo, que las urgencias apremian y que las prioridades se han acumulado con creces.
Durante toda la administración, los apologetas del gobierno han argumentado que la tarea de López Obrador era fundamentalmente “destruir” las viejas estructuras, para que, quien le suceda en el cargo, se dedique a cimentar una nueva arquitectura institucional para el país. El dilema aquí se encuentra en saber cómo habrá de diferenciarse, de triunfar Claudia Sheinbaum, el llamado “obradorismo” en el gobierno, de los nuevos grupos que habrán de ser convocados a la toma de las principales decisiones.
El equipo de asesores de la doctora incluye a perfiles que le han acompañado durante años, y entre ellos destacan por su capacidad personajes como Juan Ramón de la Fuente; pero no hay muchos de ese calibre, que le puedan dar certidumbre y capacidad de diálogo, en un escenario, por ejemplo, de país dividido y polarizado; lo cual podría traducirse en un Congreso de minorías legislativas que podrían convertirse en facciones rapaces de chantaje, antes que de auténtica oposición en tanto representantes de una visión alternativa de país.
El gobierno de López Obrador, por su propia personalidad y visión del gobierno, le negó al país la posibilidad de reiniciar y de construir una nueva burocracia profesionalizada, comprometida con lo mejor del pensamiento social, y dedicada a resolver los problemas estructurales del país con plena convicción de justicia social y derechos humanos. Sin embargo, en eso no cree ni el presidente ni su equipo.
Investigador del PUED-UNAM
Con información de La Crónica