Normalizar la extorsión
Carlos Bravo Regidor
Ya lo habían hecho antes. Con Eduardo Medina Mora en la SCJN, con Guillermo García Alcocer en la CRE y ahora con Miguel Ángel Yunes Márquez en el Senado: usar facciosamente las instituciones públicas (e.g., la Fiscalía, la Unidad de Inteligencia Financiera, los gobiernos estatales) para extorsionar a un ministro, al comisionado presidente de un órgano regulador y, ahora, a un legislador de oposición.
Con “cola que les pisen” o sin ella, no importa, ese no es el punto. Porque si la tienen, la aprovechan en su contra; si no, se las inventan. De hecho, nunca lo acabamos de saber bien a bien porque la vía para determinarlo queda dinamitada por el acto mismo de la extorsión: si la amenaza funciona ya no hay una investigación imparcial, un juicio conforme a derecho ni una resolución jurisdiccional.
Y puede funcionar porque los extorsionados están conscientes de su culpabilidad, sí, pero también por miedo aunque sean inocentes. Sea cual sea el caso, el punto es que se sacrifica la posibilidad de la justicia para obtener un beneficio político.
¿Cómo confiar en la presunción de inocencia, en el debido proceso o en la aplicación estricta de la ley cuando quienes encabezan las instituciones las utilizan así, ya con tanto descaro? ¿Cómo concebir un mínimo de certidumbre jurídica ante semejante despliegue de arbitrariedad?
“Nunca ha sido de otro modo”, objetarán algunos. “Estos siempre han sido los parámetros del juego político en México”, pontificarán indignados. “Si el PAN postuló a un candidato tan susceptible de ser extorsionado, es su responsabilidad. Sabían que así es el juego y lo jugaron mal”.
Me detengo en esa no tan hipotética respuesta porque identifico en ella la lógica de una normalización grotesca y aterradora. No es un alegato “realista”, como se jactan quienes echan mano de él; es, más bien, un argumento a medio camino entre el cinismo y la resignación. Cinismo porque implica aceptar que la política sea así sin expresar siquiera una reserva de que así no debería ser; y resignación porque supone asumir la imposibilidad de que la política sea, como en efecto puede ser y ha sido, de otra manera.
Obviamente fue un error garrafal haber hecho candidato a Yunes (¡y suplente a su papá!); obviamente hay una responsabilidad por la que tendrá que rendir cuentas la dirigencia del PAN y obviamente acabará pagando un alto costo político por ella.
Pero lo más obvio de todo es, o mejor dicho, tendría que ser, que es absolutamente inaceptable que un gobierno extorsione (sea del partido que sea) y tengan los extorsionados (sean del partido que sean) “cola que les pisen” o no.
Incluso concediendo que antes la extorsión también entraba en los parámetros de la normalidad política, al menos habría que reconocer que en aquel entonces la ciudadanía tenía clarísimo que eso estaba mal, nos indignaba y lo criticábamos. ¿Por qué ahora ya no, o ya no tanto? ¿Por qué ahora el foco de la indignación se concentra más en los estúpidos errores de la oposición que en la estrategia deliberada del gobierno? ¿Será que, a diferencia de antes, ya nos acostumbramos? ¿O que renunciamos a exigirle a este gobierno lo mismo que le exigíamos a los demás? ¿Por?
Ese súbito ímpetu normalizador termina operando como una suerte de realismo del bienestar muy funcional para los extorsionadores, ¿no?
Tal vez lo que ocurrió ayer en el Senado sea premonitorio. La sobrerrepresentación y la extorsión cancelaron el espacio parlamentario como canal institucional para expresar desacuerdos, buscar el diálogo y la negociación; la reforma judicial, a su vez, cancelará el espacio de los tribunales como medio para defenderse de los abusos, para impugnar leyes inconstitucionales o actos de autoridad que violen derechos. ¿Qué queda ahora, entonces? Pues el espacio de la movilización y la protesta.
Con información de Expansión Política