El espejo roto de México
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José Luis Castillejos Ambrocio
México no es un país de certezas. Es una geografía de contrastes que se deslizan entre el esplendor y la miseria, entre el júbilo de sus fiestas y el peso de sus tragedias. Aquí, la historia nunca avanza en línea recta; gira, tropieza, se repite y a veces parece perderse en sí misma, como un río atrapado en su propio cauce.
Somos un país que celebra la vida con la misma intensidad con la que coquetea con la muerte. Nuestra identidad se forjó en el choque entre mundos que nunca terminaron de reconciliarse. Los vestigios prehispánicos conviven con los símbolos de la conquista; las catedrales se levantan sobre los templos destruidos, como si la historia nos obligara a olvidar, pero en cada piedra enterrada late la memoria de lo que fuimos.
En México, la esperanza es una forma de resistencia. Nos aferramos a ella aunque el presente parezca una tormenta interminable. Vemos a un pueblo que se sobrepone a sismos, pandemias, crisis económicas y gobiernos fallidos con la misma naturalidad con la que amanece cada día. Pero, ¿hasta cuándo puede un país vivir de su capacidad de aguante? ¿Cuándo dejará de ser un pueblo que sobrevive para convertirse en uno que realmente vive?
La violencia nos ha robado demasiado. Nos ha arrebatado nombres, rostros, historias. Nos ha convertido en un país donde las fosas clandestinas superan en número a los cementerios y donde la impunidad es la norma, no la excepción. Cada cifra de desaparecidos es una herida abierta que no cierra. Pero México es un país con mala memoria, acostumbrado a mirar hacia otro lado, a resignarse con una frase lapidaria: “Así ha sido siempre”.https://7d7a8bb0c03ec617df307e4bc35c0153.safeframe.googlesyndication.com/safeframe/1-0-41/html/container.html?n=0
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El problema es que el futuro no se construye con resignación. Un país que olvida sus heridas está condenado a repetirlas.
México tiene riqueza natural y cultural inigualable, pero también tiene un espejo roto donde se refleja con fragmentos dispersos. En uno de ellos está el México de la fiesta, del tequila y los mariachis, de los colores vibrantes y el folclor de postal. En otro, el México de la pobreza extrema, donde millones sobreviven con menos de lo necesario, mientras unos pocos se reparten la riqueza como si fuera un botín.
Está el México de la resistencia, el de los pueblos indígenas que han conservado su lengua y su cosmovisión a pesar de siglos de exclusión. Pero también está el México de la indiferencia, donde su voz sigue siendo ignorada en los grandes debates del país.
Nos han hecho creer que México solo es la suma de estos fragmentos inconexos, que no hay manera de unirlos en un solo reflejo. Pero tal vez la verdadera identidad de este país no está en elegir un solo rostro, sino en aceptar su complejidad.
Quizá el desafío más grande de México no es reconstruir el espejo roto, sino aprender a mirarse en él sin miedo. Atreverse a ver no solo la belleza, sino también las sombras. No solo lo que nos enorgullece, sino también lo que nos duele. Porque solo cuando un país se reconoce entero, con sus luces y sus grietas, puede empezar a cambiar su historia.
La pregunta es: ¿estamos listos para hacerlo?
Con información de La Silla Rota