Más sobre fanatismo
Juan Eduardo Martínez Leyva
El fanatismo se entiende como una actitud exageradamente apasionada que conduce a las personas a defender, hasta la irracionalidad, algo en lo que creen, el grupo al que pertenecen, al líder con el que se identifican, entre otras cosas. El fanático tiene la certeza absoluta de que lo que defiende apasionadamente es lo correcto y no muestra la menor duda o vacilación al respecto.
El fanatismo, en consecuencia, no acepta que otros puedan tener legítimamente creencias distintas, pertenecer a otros grupos o seguir a líderes de otro tipo o a ninguno. Los demás están equivocados y viven penosamente en el error, del cual hay que redimirlos. El fanático utiliza su desmedida convicción para persuadir a otras personas de pensar correctamente, es decir, como ellos.
Cuando el fanático se convierte en un activista de su causa, se transforma en una especie de evangelizador o cruzado del pensamiento único. La intolerancia es una de las formas en las que se manifiesta. Convertir al infiel, o anularlo por ser un peligro para el rebaño. Esto último se logra apartándolo del grupo -marginar o discriminar es frecuente- para que no contamine con sus ideas a los demás, descalificando su calidad moral y, en el extremo, acabando con su existencia física o simbólicamente.
El fanático es por necesidad maniqueo. Simplifica al extremo de tal forma que reduce la complejidad de los problemas, sin ningún matiz, a sólo dos extremos. Su visión es bicromática: sólo ve el blanco y el negro, la luz y la oscuridad. Moralmente sólo concibe dos dimensiones: lo bueno y lo malo. Lo bueno es lo que él defiende y lo malo es lo que se le opone. El que piensa diferente es su enemigo. La intransigencia es común en las personas afectadas por este síndrome. No se sienten cómodos con la libertad de expresión y de pensamiento.
Un fanático tiende a ser adverso al conocimiento, la ciencia y la inteligencia porque éstos se abren paso a través de la duda, del cuestionamiento y la permanente comprobación de las creencias o hipótesis establecidas.
El fanatismo es también contrario al espíritu y a la práctica de la democracia, porque ésta, parte del principio de que, de manera pacífica y civilizada, una sociedad puede convivir con sus diferencias, diversidad de intereses y formas de pensar.
La tolerancia y la libertad de expresión y pensamiento son valores que nos heredó la Ilustración hace ya algunos siglos. Voltaire se preguntó en su Tratado sobre la tolerancia, en qué medida los griegos y los romanos fueron intolerantes. “Puedo equivocarme; -señala Voltaire- pero me parece que, de todos los antiguos pueblos civilizados, a ninguno estorbó la libertad de pensar. Todos tenían una religión, pero me parece que la utilizaban con los hombres del mismo modo que con los dioses: todos reconocían un dios supremo, pero le asociaban una cantidad prodigiosa de divinidades inferiores; no tenían más que un culto, pero permitían una multitud de sistemas (de creencias) particulares.”
Las guerras y disputas eran por la conquista de territorios y el poder, nunca por imponer una visión única de ver el mundo. En los hechos, los ejércitos ofrecían tributos y pedían el favor de las divinidades de los pueblos a los que se disponían atacar, con el fin de que estos dioses no les fueran adversos en la batalla. Antes de atacar y conquistar Egipto, “Alejandro fue a consultar a los desiertos de Libia al (oráculo del) dios Amón.” No eliminaban el pensamiento del enemigo; en muchos casos, lo asimilaban.
A pesar de la amplia tolerancia que, se afirma, practicaban los griegos, no fueron inmunes al contagio del fanatismo y la intolerancia. Condenaron a muerte a Sócrates por difundir entre la juventud ideas contrarias al gobierno y la religión.
Ninguna sociedad, por más liberal y democrática, está exenta de contraer el virus del fanatismo. En épocas de disputas electorales el ambiente se torna propicio para que la afección se vuelva epidemia. La naturaleza de la competencia electoral, que en ultima instancia es una lucha por el poder político, saca a relucir lo más irracional de las personas. (Steven Pinker).
¿Se puede hacer algo para combatir el fanatismo? Amos Oz inicia su ensayo sobre este tema haciendo precisamente la pregunta: ¿Cómo curar a un fanático? Confiesa que no sabe exactamente cómo hacerlo y ni siquiera si esa enfermedad tiene alguna cura, pero sugiere dos o tres maneras de atajarlo.
Ya habíamos comentado aquí una de ellas. Se trata de intentar pensar siempre las disputas con final abierto, dejando de lado los dogmas y las certezas sobre el futuro. Practicar la empatía con la persona que piensa diferente. “Ponerse en los zapatos del otro” e intentar comprender sus motivos y razones, antes de “combatirlo”. Eliminar la noción de que el que piensa diferente es nuestro enemigo. Y, sobre todo, utilizar el sentido del humor. La habilidad de reírnos de nosotros mismos. El fanático, afirma Oz- puede llegar a ser muy sarcástico y su sarcasmo puede ser muy sagaz, pero carece por completo de sentido del humor. Y remata: “Jamás he visto en mi vida a un fanático con sentido del humor.”
Steven Pinker se plantea la misma cuestión desde otra perspectiva; desde sus reflexiones sobre cómo mejorar los estándares de razonamiento entre las personas que se aferran a creencias falsas o portan prejuicios absurdos.
“La persuasión mediante los hechos y la lógica, la estrategia más directa, no siempre resulta inútil.” Pero está visto que las personas se aferran a sus creencias, dice Pinker, desafiando toda evidencia. Al recibir nueva información que las contradice, las personas sienten amenazada su identidad y reaccionan de manera defensiva, doblando la apuesta. Sacan de la chistera nuevos argumentos en su defensa.
Cuando las evidencias se acumulan en contra, puede llegar a producirse una disonancia cognitiva de tal magnitud que haga derrumbarse todo lo que anteriormente se defendía. A este fenómeno los psicólogos cognitivos lo conocen como “punto de inflexión afectivo”. Ocurre cuando las personas evalúan consciente o inconscientemente el daño que les causaría renunciar a sus dogmas (dejar de pertenecer a un grupo identitario o ser acusado de traidor) contra el riesgo reputacional (ser visto como tonto o necio) de seguir aferrado a ellos, por las irrefutables evidencias públicas que los hacen indefendibles. El punto de inflexión sucede cuando nadie puede negar que el emperador va desnudo o hay un elefante en la sala.