¿Anticorrupción igual a transparencia?
Ernesto Villanueva
Este lunes la candidata presidencial de Morena, PT y PVEM, Claudia Sheinbaum, informó a la opinión pública –de ganar las elecciones y contar con mayoría calificada en el Congreso de la Unión, por supuesto- la creación de una “Agencia Federal Anticorrupción” y una serie de nuevas instituciones para hacer lo que la Constitución y las leyes ya le asignan como atribuciones a la Secretaría de la Función Pública (SFP), a la Fiscalía Especializada en Materia de Combate a la Corrupción dentro de la Fiscalía General de la República y sus similares en los estados y la tercera sala especializada en combate a la corrupción del Tribunal Federal de Justicia Administrativa (TFJA) y sus equivalentes en los estados de la República.
Y también se plantea la desaparición del Instituto Nacional de Trasparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI) y, por consiguiente, sus similares en las entidades federativas. Hay en esta propuesta algunas consideraciones que, a mi juicio, deben replantear semejante iniciativa.
Primero, el combate a la corrupción es, sin duda, piedra fundamental de un régimen que aspira a practicar el ejercicio democrático como forma de convivencia social. Nadie en su sano juicio podría estar en desacuerdo con ese principio. El problema no es el qué, sino el cómo. La existencia de instituciones que, en su conjunto, llevan a cabo esas tareas se han creado como contrapesos para el ejercicio del poder público, sobre todo en el poder Ejecutivo que, por su naturaleza, cuenta con el mayor presupuesto y, por ende, donde se pueden generar más actos de corrupción en sus diversas modalidades. De esta suerte, lo razonable es retomar las lecciones aprendidas del trabajo de estas instituciones y hacer, en todo caso, ajustes de perfiles de los cargos, así como reformas legales para que puedan cumplir de mejor manera sus cometidos.
Así, por ejemplo, el magistrado Julio Sabines, un joven abogado comprometido con el tema, ya ha compartido las fortalezas y las debilidades de la tercera sección de la sala superior del TFJA, quien hace un preciso diagnóstico de lo que puede mejorarse. Lo mismo puede decirse de la Función Pública y de la Fiscalía Anticorrupción, ésta última sujeta a graves restricciones presupuestales desde su creación donde una reforma normativa podría ayudar en buena medida optimizar sus alcances.
Segundo, de nuevo se pone en la agenda pública una confusión conceptual que es importante dejar claro: el INAI no es un órgano de combate a la corrupción, sino de garantizar la transparencia, el derecho a saber, la habilitación de las personas para ejercer los diversos derechos fundamentales establecidos en la Constitución.
Existe una relación directa entre combate a la corrupción y transparencia, pero no son sinónimos. La transparencia es un ingrediente para identificar actos de corrupción, pero los órganos garantes de este derecho de derechos -porque satisface el derecho a saber, previsto en el artículo 6 constitucional, y permite ejercer los otros derechos que establecen la Constitución federal y las particularidades de los estados- no fueron concebidos para combatir directamente los actos de corrupción. Para ello están la Función Pública, en el ámbito del Ejecutivo federal, el TFJA y las fiscalías especializadas de la FGR y sus equivalentes, en los estados. Ha habido casos de corrupción en el INAI y hay que combatirlos y minimizar su reproducción e incluso mejorar su diseño normativo, pero no desaparecer estas instituciones, sin considerar también el tema de la protección de datos personales que requiere una mayor atención día con día con el avance de las nuevas tecnologías.
En ese sentido, las comisionadas Julieta del Río y Blanca Lilia Ibarra ya han hecho públicas esas consideraciones autocríticas. En la circunstancia actual dejar las leyes de transparencia a la buena voluntad de que la cumplan los gobernantes lo único que va a asegurar es aumentar la opacidad y hacer que la transparencia se convierta en una herramienta para quien tenga las posibilidades de poder llevar casos concretos a los tribunales, justo lo que se quería combatir con los órganos garantes: que fuera rápido y amigable el ejercicio de este macroderecho.
Tercero, la idea de la “Agencia Federal Anticorrupción”, suponiendo que tuviera sentido esa propuesta, podría ser asumida por la Auditoría Superior de la Federación otorgándole mayores atribuciones a las que actualmente tiene.
El problema de origen de la Secretaría de la Función Pública es que el poder no se puede vigilar a sí mismo. Esta crítica la he hecho en otras oportunidades en estas páginas. De esta suerte, no dudo de la legítima preocupación de la candidata Claudia Sheinbaum para combatir la corrupción, pero la reforma institucional y constitucional que ha hecho pública no puede sujetarse a la honestidad personal de un gobernante, sino a que su diseño normativo trascienda la persona y se convierta en una agencia de Estado.
Por ello, sería un gran paso si las atribuciones de combate a la corrupción de la Función Pública pasaran a formar parte de la Auditoría Superior de la Federación, que depende, como se sabe, de la Cámara de Diputados y a la cual se le debería blindar jurídicamente otorgándole mayor independencia en el ejercicio de sus funciones que tradicionalmente han sido afectadas por la política. Éste sí sería un gran paso para bien del país.
Con información de Proceso