Izquierda y democracia
Francisco Báez Rodríguez
Cuando José Woldenberg, en Izquierda y Democracia, habla de que existen “por lo menos” dos izquierdas, porque es evidente que hay muchas, hace hincapié en un asunto clave: la aceptación o no de la democracia, que no es otra cosa que la aceptación o no de vivir en un mundo plural.
Hay una frase clave en el libro. La que dice que “el encanto por el autoritarismo proviene de la rancia idea de que existe un sujeto (pueblo, clase obrera, partido…) que porta todas las virtudes y que quienes se le enfrentan no pueden sino perseguir objetivos innobles”.
Esa frase me recordó otra del viejo dirigente eurocomunista italiano, Enrico Berlinguer, que decía que para distinguir quiénes son iliberales, quiénes son autoritarios, simplemente había que señalar que lo son quienes ven intenciones malévolas en toda posición contraria. Por eso, él hablaba de “una democracia de la competencia, y no de la segregación”.
Berlinguer lo hacía, subrayo, en una situación en la que su partido, el Partido Comunista Italiano, era el objeto de esa segregación política: eran excluidos que se resistían a serlo, pero también se resistían a excluir a las otras organizaciones políticas y sociales.
Un problema con esa idea del sujeto único que porta las virtudes es que, a menudo, se convierte en el individuo único: el famoso paso que va de los explotados a la clase obrera; y de ahí al partido, al Comité Central, al Politburó, al líder indiscutido y temido. Círculos concéntricos que terminan depositando todo el poder en una persona.
Woldenberg aborda el asunto por varios ángulos. Uno es el desprecio por la ley, en donde, “al derecho lo convierten en papel mojado. Es para ellos no la base de nuestra convivencia, sino un estorbo para el despliegue de sus deseos”. Se entiende que los deseos son “buenos”, porque detrás de ellos está la voluntad del pueblo, que es uno, sólido, con una escala propia de valores, y casualmente ese pueblo encarnado por el líder, la persona que está en el núcleo de aquellos círculos concéntricos.
Una insistencia -otro ángulo- del libro es que el pueblo no es único, sino diverso, y que esa diversidad estriba su riqueza. Y este es un concepto antitético frente a quienes consideran que hay un solo pueblo, y que su voluntad puede ser interpretada por quien lo representa.
No se trata aquí de normar conductas y decisiones a partir de los diferentes intereses, pulsiones y necesidades que existen en la sociedad, sino de negar, de segregar, de excluir a una parte, que puede ser muy grande. Esa parte es el antipueblo, la antipatria; “sujetos espurios”, les dice Woldenberg.
Y esto, a su vez, nos lleva a la idea del “pensamiento único”, que se opone al pensamiento crítico. El concepto de que hay un solo punto de vista válido y que cualquier disenso es muestra de enfermedad social, de traición o -cuando menos- de contaminación respecto a lo que es “el verdadero sentir del pueblo”. Más problemático todavía es que “el verdadero sentir del pueblo” es el sentir de quien dice encarnarlo: un individuo muy poderoso.
Finalmente tomaré una frase que condensa esta segunda parte del libro: “La pluralidad política es un hecho social; la democracia es una construcción”.
Gran frase. La pluralidad política viene como resultado de las distintas historias individuales. Cada quien tiene un tipo de formación: un origen social y étnico, un sexo, un tipo de escolaridad, una familia que siempre será distinta de las otras, un humus cultural propio, un entorno de amigos y vecinos, una escala de valores. Por lo mismo, cada quien tiene puntos de vista diferentes sobre distintas cosas de la vida social y de la vida cotidiana. Y por supuesto, de la política.
La cuestión es saber si eso nos enriquece como personas o está mal. Si valoramos la diversidad o aspiramos a la homogeneidad. Las democracias suelen apreciar la diversidad; los gobiernos autoritarios apuestan a la homogeneidad. Los demócratas creen que la pluralidad nos fortalece a todos; los autoritarios apuestan por una ideología oficial.
Woldenberg liga esto con la fortaleza o la salud de las organizaciones de la sociedad civil (sindicatos, grupos de padres de familia, organizaciones ecologistas, vecinales o comunales, grupos feministas o LGBTI). La sociedad civil es fuente de pluralidad (y, se ha visto en diversos estudios sociológicos, fuente de bienestar material), pero es vista como un problema o peor, como una amenaza, de parte de quienes buscan la homogeneidad social.
Así, desde distintas aristas, el autor de Izquierda y Democracia nos va dibujando una realidad complicada: tenemos un gobierno que se dice de izquierda, pero que no lo es, y además su componente de izquierda es autoritario: incapaz de aceptar la riqueza plural de la sociedad, tendiente a descalificar sin argumentos a quienes no coinciden con el líder, desdeñoso del derecho, aspirante al pensamiento único y homogéneo, y despreciativo de la sociedad civil y de sus organizaciones.
Se trata de un libro que se lee rápidamente, no sólo por su tamaño, sino porque es entretenido, y Woldenberg tiene la virtud de la claridad. Es didáctico sin ser presuntuoso.
Termino con una opinión de mi cosecha: debería quedar claro que la idea de cavar más hondo las trincheras divisorias en el país sólo conviene a quienes, a cambio de fallar en la conducción del país, apuestan a la política de identidad y a la erosión de las instituciones democráticas como tablas de salvación para seguir en el poder.
El nuevo-viejo nacionalismo excluyente no se irá de manera mágica, como no se ha acabado de ir la democracia liberal. Y cuando se vaya, no dejará las cosas en un estado que permita la vuelta atrás (al otro pasado mítico, el de los liberales). Tendrán que desarrollarse nuevas formas de convivencia política. Ojalá logremos entenderlo.
(Texto leído en la presentación de Izquierda y Democracia, de José Woldenberg, Ediciones Cal y Arena)