La verdadera política migratoria: ¡Vete al infierno!
Ricardo Raphael
Les ordenaron desnudarse y depositar sus ropas dentro de unas tinajas con gasolina y formol. Cincuenta hombres obedecieron a los custodios de la prisión de El Paso, Texas. Hace poco más de un siglo había obsesión con el tifus y por eso debían eliminarse todos los piojos que los presos mexicanos llevaban, supuestamente, a los Estados Unidos.
Aquella otra tragedia ocurrió en marzo de 1916. Según el alcalde de la ciudad, Thomas Lea, un fósforo encendido por uno de los guardias bastó para que, en instantes, una inmensa llama nacida en las tinajas devorara aquel edificio.
Quienes sobrevivieron llegaron a contar que, de tan caliente, el suelo parecía una sartén y las suelas de los zapatos chicle derretido. Esa vez murieron veintisiete personas, entre ellas, diez soldados villistas. Con arrogancia, el alcalde Lea declaró que no tenía de qué pedir perdón por algo que había sido un mero accidente.
Francisco Villa cruzó días después la frontera y se dirigió a Columbus para hacer saber a los vecinos que el episodio de la prisión de El Paso no iba a ser olvidado sin consecuencias. El resto es historia conocida.
Poco más de un siglo ha transcurrido y la violencia racializada continúa vigente. Sólo que esta vez los custodios no fueron gringos sino mexicanos y las víctimas, treinta y nueve individuos muertos, viajaron desde más lejos.
Pero los cuerpos sí se parecen. Las imágenes de Biangly Edward golpeando la puerta de la ambulancia donde han subido a su marido no permite mirar hacia otro lado:
“Negro, estoy aquí. No me dejes”, grita mientras uno de sus tres hijos, de unos diez años, patea también el vehículo como si al hacerlo lograra convencer a su padre moribundo de aferrarse a la vida.
Mientras tanto la policía migratoria, la Guardia Nacional, los bomberos y los funcionarios municipales acarrean los cuerpos calcinados para meterlos en bolsas negras.
Los que tuvieron más suerte fue porque lograron esconderse dentro de la zona de baños, pero ahí de todas maneras los alcanzó el humo. Son los que salieron inconscientes rumbo al hospital.
Habrá quien quiera creer, como en su día lo hizo el alcalde Lea, que se trató de un desafortunado accidente. Pero no es verdad. Si no hubiera habido formol y gasolina en la tinaja nada de esto habría pasado.
La culpa entera no puede ser arrojada contra quien encendió el fósforo, porque la responsabilidad es de quien tuvo la miserable idea de encuerar a los reclusos y remojar sus ropas en el líquido inflamable.
Sorprende que una tragedia como la ocurrida en el Centro de Detención Migratoria de Ciudad Juárez, la madrugada del lunes pasado, no haya sucedido antes. La pira funeraria había ido construyéndose, rama a rama, desde hacía ya algún tiempo.
Ese centro de detención no es una cárcel, pero a la gente que encierran ahí la tratan como criminales. Tampoco es un campo de concentración, pero solamente encierran ahí gente morena. Mucho menos es un campo de refugiados, aunque la mayoría de quienes estaban encerrados andaban buscando refugio.
En efecto, no es posible definir con precisión el lugar y tampoco a sus víctimas. Ese centro de detención se vende como si fuera un purgatorio –un no lugar entre la migración legal y la ilegal– pero en la realidad es peor infierno que los infiernos.
En México hay cinco decenas de estaciones migratorias como esta. No-lugares en los que se encierran a no-delincuentes porque sus papeles son irregulares.
Thomas Lea fue un político populista texano que quería disuadir con los malos tratos de su cárcel a los migrantes mexicanos, hasta que se le pasó la mano. Ese mismo populismo gringo, y ahora también mexicano, hace idéntico para disuadir las intenciones migrantes y por ello las cosas fueron demasiado lejos.
El miércoles 29 de marzo ofreció una conferencia de prensa la secretaria federal de Seguridad, Rosa Icela Rodríguez, para asignar responsabilidades respecto de esta tragedia.
Dijo que había identificado, en principio, a ocho personas culpables: dos agentes federales, uno estatal de migración y cinco elementos que trabajaban para una empresa privada que prestaba servicios en la estación migratoria.
Reclamó a todos ellos que no hubiesen seguido los protocolos de protección civil y que tampoco hubiesen sido capaces, siquiera, de abrir el cerrojo que impidió a las víctimas escapar del fuego.
Ya las investigaciones rebelarán si estos ocho sujetos deben cargar con una pila grande de años de prisión por el homicidio de treinta y nueve personas. Pero sería del todo injusto resolver esta tragedia apuntando únicamente el dedo contra quien arrojó la cerilla.
Lo que está detrás de este acto de violencia es una política deliberada de estigmatización a las personas migrantes –sobre todo guatemaltecas, hondureñas, salvadoreñas y venezolanas– que recorre todo el país y que se exhibe en su rotunda magnitud justo en los centros de detención del Instituto Nacional de Migración.
Esa política quiere ser brutalmente disuasiva y cumple con su propósito, por lo que no puede ser al mismo tiempo misericorde respecto de las personas migrantes. Esta es la verdadera razón por la que no hay inversión, ni personal, ni protocolos, mucho menos derechos humanos.
Las personas migrantes son vistas como meros cuerpos, todos de piel oscura, que no deben llegar a Estados Unidos y que tampoco habrían de estar en México. Cuerpos que hay que aprisionar, hacinar, reventar, borrar. Cuerpos incinerados en el imaginario represivo y ahora en la insoportable realidad física.
La orden de amontonarlos y encerrarlos bajo llave se dio hace mucho tiempo. La ilegalidad de tratarlos como criminales lleva también andando una larga jornada. El fuego que los abrazó traía ganas de llevárselos desde que la política conocida como “Quédate en Casa” sirvió para encubrir otra que es la verdadera: “¡Vete al infierno!”.