División de poderes
Isidro H. Cisneros
La resolución emitida por la Suprema Corte de Justicia de la Nación en el sentido de que la Guardia Nacional debe regresar al mando civil como ordena nuestra Constitución, generó un exabrupto por parte del Presidente quien sin medir sus palabras y el daño que provocan a nuestras instituciones democráticas, ordenó a los integrantes de su gobierno: “no contestar el teléfono a los Ministros”. Al hacer este llamado en los medios masivos de comunicación el titular del Poder Ejecutivo olvidó varias cosas, pero principalmente que él es un gobernante que asumió el poder de manera temporal y que ningún mandato le permite trastocar nuestro ordenamiento constitucional. De la infinidad de cosas que deliberadamente ignora López Obrador, quizá la más preocupante sea el rol que desempeña la división y el mutuo control entre los poderes de la Unión que establece nuestro máximo ordenamiento jurídico.
Recordémosle, entonces, que la Constitución es el instrumento principal para la edificación del Estado. Las personas como tales, son el elemento primigenio de cualquier sociedad política. De esta manera, el Estado y todas las otras organizaciones sociales son concebidos como entidades derivadas de los ciudadanos por medio de pactos constitutivos elaborados, por ejemplo, por sus representaciones reunidas en asambleas constituyentes. Por ello, es que la Constitución es el marco normativo ideado y diseñado por los individuos reunidos en sociedad para el logro de sus objetivos de vida organizada. Porque se concibe que las personas en la historia son libres -o que pueden serlo si lo desean- para construir la sociedad más adecuada en la cual vivir, entonces las constituciones consagradas institucionalmente representan pactos sociales producidos por voluntarias determinaciones y en vista de objetivos comunes.
También sería el caso de traer a colación como se configura la estructura del poder en un Estado de Derecho. El poder del Estado es muy diferente a otros poderes informales o de hecho, como son los poderes culturales, religiosos, afectivos o de cualquier modo extralegales o incluso, ilegales. Frente a esos poderes desregulados, los poderes jurídicos se caracterizan por su conformidad y coherencia respecto a las normas constitucionales. Su legitimidad depende de la validez de su actuación, condicionada a su vez, por la producción de efectos legítimos en la esfera jurídica de otros. De esta forma, como sostiene el jurista Luigi Ferrajoli, el tema del poder ha sido el problema fundamental de toda teoría racional y garantista del derecho y de la democracia. Sus temáticas principales son los límites al poder político para frenar su vocación a incrementar su presencia desmedidamente en formas absolutas y virtualmente arbitrarias. La alternativa entre un poder regulado y un poder desregulado equivale a la clásica distinción entre «gobierno de las leyes» y «gobierno de los hombres». Ya desde el pensamiento clásico, la contraposición entre un poder de ciudadanos amantes de las leyes y los regímenes despóticos, constituía la diferente identidad entre las personas libres y los individuos sometidos a poderes tiránicos.
La democracia constitucional no desea sólo la división clásica de poderes entre el ejecutivo, legislativo y judicial, sino que también plantea la necesidad de ir más allá y limitar a los otros poderes, económicos o ideológicos, que colocan a la democracia en peligro. Consecuentemente, uno de los principales desafíos al orden constitucional se relaciona con el gobierno del número que establece formas de democracia plebiscitaria que se corresponden con el nacimiento de grupos, jefes y figuras carismáticas que por su propia naturaleza vulneran la lógica democrática. Para que el constitucionalismo se establezca y prospere, es necesario que el poder político no se concentre en las manos de una sola persona. La división de poderes es un componente genético del orden democrático.