La megarreforma administrativa

Carlos Matute González

El presidente López Obrador impulsó en el periodo de transición después de su triunfo electoral en julio del 2018 la reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal que aprobó el Congreso de la Unión y se publicó en el Diario Oficial de la Federación el 30 de noviembre de 2018. Este es el antecedente de la megarreforma administrativa que se propuso en estas semanas.

Las principales características de su modelo de gobierno fue la centralización de facultades en las dependencias globalizadoras, Hacienda y Función Pública, así como el control centralizado de las funciones jurídicas, administrativas, financieras, de tecnologías de la información, de comunicación social y de supervisión del gasto social y el otorgamiento de facultades operativas a las instancias federales especialmente en materia de bienestar, desarrollo urbano, educación, salud y cultura.

El modelo de gestión de la autollamada 4T consistió en concentrar las decisiones administrativas y financieras en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público y para tal efecto se sustituyeron las oficialías mayores por unidades de administración y finanzas cuyo titular era nombrado por Hacienda, lo que sucedió en todas las entidades y dependencias, salvo Defensa Nacional y Marina. También desaparecieron las delegaciones federales y surgieron los “super delegados en los estados”, muchos de ellos se han convertido en candidatos a gobernador de Morena, que son supervisados por una oficina de la Presidencia de la República, los responsables jurídicos de toda la Administración Pública Federal son nombrados por la Consejería Juridica del Ejecutivo Federal y los contralores pasaron a depender estructuralmente de la Secretaría de la Función Pública.

La visión del presidente es que la proliferación de entes públicos dentro y fuera del aparato administrativo dependiente del Ejecutivo obedece a una estrategia perversa de duplicación de competencias para quedarse con el dinero del Pueblo, pero en esto se equivoca porque la creación y consolidación de órganos con autonomía técnica o de gestión responde a la creciente complejidad de la función gubernamental.

Este error de diagnóstico y el estilo personalista de gobernar ha provocado una creciente centralización de las decisiones con la consecuencia de la generación de cuellos de botella y mayor burocratización debido a que la administración pública reacciona a la agenda que se fija con un alto grado de inconsistencia en las mañaneras con base en los logros y fracasos coyunturales.

En esta lógica, en abril del año pasado se presentó una iniciativa de reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal que revertía parte de la estrategia para el funcionamiento, evaluación y control del presupuesto y proponía concentrar la administración y la contraloría en la Secretaría de la Función Pública. La aprobación de estas modificaciones sería un tiro en el pie, ya que quedan menos de dos años para que concluya este gobierno y estamos a meses del inicio del proceso electoral y una reestructuración del aparato burocrático de esta naturaleza crearían un impasse que afectaría su desempeño.

El 24 de marzo y el 13 de abril el presidente presentó otras dos iniciativas de reforma a las leyes administrativas con cinco aspectos fundamentales: una mayor centralización de la toma de decisiones, un cambio en las relaciones jurídicas con los colaboradores de la administración como son los concesionarios, permisionarios y contratistas con la propuesta de otorgar poder de revocar o terminar anticipadamente sin indemnización las concesiones o contratos, la disminución de la autonomía normativa de los órganos constitucionales autónomos en materia de remuneraciones, la liberación de requisitos para la ejecución de obras públicas y el otorgamiento de autorizaciones a las empresas de participación estatal y, finalmente, la desaparición de entidades o retorno al control del sector central de diversas áreas con autonomía técnica.

La propuesta del año pasado, en la medida que es una cuestión relacionada en la forma en que opera la administración pública, recibió poca atención de la opinión pública no especializada y su aprobación sólo afecta directamente al aparato gubernamental.

Sin embargo, la llamada megarreforma administrativa reciente ha merecido varias ocho columnas en los periódicos porque afecta los derechos adquiridos de concesionarios y contratistas del gobierno federal generando incertidumbre a la inversión en infraestructura pública, implica uno que otro ataque a la autonomía de los órganos constitucionales y una reducción no planeada –diría ocurrente– del aparato gubernamental.

Hay que señalar que la mayoría de las modificaciones de esta megarreforma es ideológica, carente de técnica jurídica, sin sustancialidad y en muchos sentidos inocua, salvo en lo señalado en el párrafo anterior. Además, poco o nada aporta al mejor desempeño o aumento de la confianza y credibilidad en los gestores de lo público, gubernamentales y no gubernamentales.

Esta pretensión de megarreforma hace evidente que debemos pensar con mayor profundidad y amplitud cómo se debe reorganizar la gestión pública y regular las relaciones entre las administraciones públicas, la dependiente del Ejecutivo y las no jerarquizadas a éste. Urge un debate serio y un parlamento abierto propositivo hacia una nueva Ley Orgánica de la Gestión Pública Federal.

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