Otis: vuelta a los errores de pandemia

Ricardo Becerra

Fue en mayo de 2021, cuando se vinieron abajo las columnas de la línea 9 del metro en Ciudad de México. Esa noche, la Jefa de Gobierno tuvo el instinto para acudir y atender personalmente el rescate y la revisión directa de aquella tragedia pero, a la mañana siguiente, el mismísimo presidente López Obrador la reprendió, le instruyó y corrigió: no había razón para ir al lugar del siniestro. “Eso era antes… no me gusta la hipocresía… esto no es de irse a tomar fotos, eso ya también al carajo, ese estilo demagógico, hipócrita, eso tiene que ver con el conservadurismo” (https://bit.ly/3MmY4jh).

No me deja de sorprender que un político que presume haber recorrido todo el país, tan hecho en la calle y las plazas (nunca en el parlamento), de repente, decrete que los damnificados y los daños no merecen el reconocimiento directo de las máximas autoridades.

Si algo testifican quienes han sido responsables de atender desastres, es que las personas en desgracia quedan urgidas de tomar la mano de su gobierno, un consuelo -así sea momentáneo- de sus autoridades y una mínima explicación de lo que podrán esperar por ellos, por sus hijos, vecinos y por su patrimonio en el plazo inmediato. Estar allí es una necesidad psicológica para los damnificados, pero también es una urgencia social para salir del paso, conocer las siguientes etapas de una reconstrucción que inevitablemente, será lenta. Este me parece un error grave del presidente López Obrador en una de las peores catástrofes de su sexenio (salvo pandemia). Por esas razones, tenía que estar allí, sin pretextos, desde el primer momento.

Antes, el mandatario incurrió en otro error, ese sí muy típico de él: subestimar, minimizar la gravedad de la situación, bajo la idea fútil de “no alarmar” a la población. Pero resulta que los manuales de seguridad humana y protección civil aconsejan precisamente lo contrario: hay que poner en tensión a la población, preocuparla para suscitar una reacción rápida y sin titubeos. Por eso las alarmas sísmicas nos resultan tan perturbadoras y por eso los mensajes previos a los huracanes tienen que dejar en claro la gravedad de una amenaza que se sabe, ocurrirá. Como me dijo el responsable japonés de protección civil, que nos visitó desde Tokio: “las alarmas tienen como función esencial… alarmar”.

Pero nuestro gobierno no tiene prisa. Vean el decreto del Diario Oficial publicado ayer: “Se emite una Declaratoria de Emergencia por la ocurrencia de lluvia severa y vientos fuertes el día 24 de octubre de 2023 para el estado de Guerrero”: si, lluvia severa y vientos fuertes… para permanecer tranquilos.

Estos dos aspectos (renunciar a presentarse en el terreno y no comunicar la verdadera gravedad del riesgo) son críticos durante la emergencia, pero me temo, el gobierno está a punto de cometer otro error para la reconstrucción. No me refiero a la remoción de escombros, las brigadas sanitarias o el censo de damnificados y de daños. Me refiero a la destrucción del tejido económico realmente existente en Acapulco y que se expresa en un empleo masivo dependiente de su actividad turística. El empleo adscrito al IMSS asciende a más de 95 mil trabajadores en el puerto (septiembre), lo que representa el 59 por ciento de los 161 mil trabajadores formales en Guerrero.

Esta es la magnitud de lo que puede quedar destruido en Acapulco, no por Otis, sino por falta de política económica. No volver a cometer el error de pandemia -dejar morir a los puestos de trabajo- e instaurar un programa en el cual el gobierno financie los salarios de los trabajadores cuyas empresas tardarán en volver a operar (digamos, en los próximos seis meses). La premisa es casi obvia: mejor mantener el empleo vigente que volver a crearlo en un futuro incierto.

Guerrero puede perder el 60 por ciento de sus empleos por falta de acción estatal. Una catástrofe por venir sobre la catástrofe que ya ocurrió.

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