A 30 años del levantamiento zapatista: una revolución abortada

Francisco Rodríguez

El 1 de enero de 1994, un grupo de indígenas de Chiapas tomaron varias cabeceras municipales de aquella entidad como una manera de expresar su inconformidad contra las precarias condiciones en que vivían la mayoría de nuestros pueblos originarios. Sin embargo, la protesta fue más lejos: los indígenas identificados como el Ejército Zapatista Liberación Nacional (EZLN) declararon la guerra contra el gobierno mexicano en turno, así como contra su Ejército y sus políticas “del primer mundo”, que desconocía el bienestar de los pueblos indígenas mexicanos.

En todas las declaraciones de la selva Lacandona, el EZLN siempre exhortó al pueblo de México a tomar consciencia de la situación de los pueblos indígenas y su legítimo derecho de buscar la reivindicación social que les ha sido negada por más de 500 años. También exhibieron los desaciertos y las omisiones del gobierno en agravio del pueblo mexicano.

La legitimación del movimiento armado zapatista siempre encontró sustento jurídico y de hecho en el artículo 39 de nuestra Constitución que en su parte conducente estatuye que “el pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”.

El marco teórico, las causas de fondo y las primeras acciones de rebeldía del EZLN eran las correctas para iniciar un movimiento revolucionario en un México moderno, recién incorporado al primer mundo con la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) entre México, Canadá y Estados Unidos. No obstante ello, se ha discutido mucho si la intención del Ejército Zapatista realmente era derrocar al gobierno mexicano por medio de una rebelión armada, cuyo titular revolucionario era el EZLN.

El subcomandante Marcos expresó en un sinnúmero de ocasiones que el movimiento zapatista nunca buscó una revolución en México en el más estricto sentido teórico del concepto, sino la reivindicación de los pueblos indígenas chiapanecos a través de su pleno reconocimiento como mexicanos con derechos y prerrogativas en relación con su especial condición: su convivencia con la tierra y la titularidad de los recursos naturales de sus comunidades.

Si tomamos en cuenta las acciones posteriores del EZLN, así como su apertura al diálogo con el gobierno mexicano – el opresor que pretendía derrocar – advertimos que el propósito del movimiento zapatista, en efecto, no era el derrocamiento del gobierno en turno a través de la insurrección; de lo contrario, el diálogo entre el EZLN y el gobierno mexicano ni siquiera se hubiera pensado como una forma de solución al conflicto, sino que éste hubiera alcanzado dimensiones impensables para el gobierno, sobre todo si las respectivas declaraciones de la selva Lacandona hubieran causado efecto en la conciencia de todos los mexicanos. Pero no fue el caso.

Estos antecedentes nos ilustran sobre el ímpetu, los fines y los resultados del movimiento zapatista, cuyo surgimiento nunca persiguió el derrocamiento del gobierno en turno, ni la desestabilización de México argumentando el olvido de los pueblos de Chiapas.

Si bien el movimiento armado conquistó varios derechos para los pueblos chiapanecos en materia de autonomía y autodeterminación, también lo es que los alcances de esas conquistas desgraciadamente no llegaron al resto del país. Así lo confirma el desprecio de los acuerdos de San Andrés por el poder Legislativo Federal cuando a principios de los años 2000 rechazaron varias reformas importantes que sin duda hubieran beneficiado a nuestros pueblos originarios en todo el territorio nacional. Los acuerdos de San Andrés contenían muchos avances en materia de cultura, autodeterminación e identidad de pueblos originarios, producto de las esperanzas ahogadas de los indígenas de Chiapas. El gobierno mexicano nuevamente le da la espalda a sus pueblos indígenas.

En concreto, el levantamiento zapatista que inició hace 30 años, aunque con apariencia de revolución, no fue tal; no hubo cambio radical en México instaurado por el EZLN; tampoco existió el apoyo a nivel nacional que buscaba el movimiento desde la primera declaración de la selva Lacandona. El gobierno en turno no fue derrocado, ni la guerra que le fue declarada le causó algún perjuicio; por el contrario, el movimiento provocó el acoso, la vigilancia y el control permanentes sobre los pueblos zapatistas.

Las conquistas zapatistas en Chiapas tampoco tuvieron réplica en otras entidades. Y resulta que las comunidades zapatistas declaradas autónomas siempre han sido objeto de hostigamiento por el gobierno. De ahí que el movimiento que arrancó con todo el ímpetu de cambiar al país sólo quedó como una intentona revolucionaria en un México que nunca ha conocido un verdadero movimiento revolucionario en el más estricto sentido de este vocablo. En verdad resulta particularmente impensable un movimiento revolucionario como lo concibieron el EZLN y otros movimientos armados del pasado. México es un país de tradición democrática, cuyas acciones y cambios de fondo siempre se verifican a través de la vigencia y el respeto de las instituciones que la Constitución y las leyes han creado para ese fin. No cabe otra posibilidad de cambio.

Con información de Expansión

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